Encontré un tramito de calle vacío, ideal para mi Chevy azul a 4 años sin intereses, y estacioné ahí. Celeste hubiera podido decirme adiós, bajarse de inmediato, subir a su departamento de la calle Sagredo y hablar conmigo una vez que yo regresara a mi casa. Pero no: extendimos la noche unos minutos para ronronearnos alguna cosilla antes de irnos a dormir, muy formales, ella en Álvaro Obregón y yo en Tlalpan.
La historia tendría morusas de éxtasis si hubiéramos consagrado la potencia de nuestros cuerpos juveniles a destruir la quietud de esa noche de 1999 con respiraciones agitadas, vapor empañando los vidrios y la irresistible atracción que causa descubrir un auto con dos personas que se la están pasando mejor que uno. No fue así: en el instante en que una patrulla se detuvo junto a nosotros, sólo hablábamos.
Un policía de azul bajó, tocó la ventana del lado de Celeste y nos preguntó, alumbrándonos con la violatoria luz blanca de su linterna: “¿Qué hacen?”. “Nada”, contestamos como niños incriminados. “¿Cómo que nada? No se hagan”. “Mire”, le señalé mi pantalón a la altura de la cremallera cerrada (mi coartada), a donde apuntó su luz. “Voy a tener que remitirlos al Ministerio Público por faltas a la moral”. “Pero oficial, no estamos haciendo nada”. “Igual los voy a remitir por estacionarse en sentido contrario”. “Pero esa no es una infracción para llevarnos al MP. Póngame la multa”, le rogué. “No te voy a poner ninguna multa, pero sí te voy a poner en la madre antes de llevarte al MP”. Al oír eso, le susurré a Celeste que entrara a su casa. Al inicio se negó, pero pronto entendió que era lo mejor. La dejaron irse.
El segundo oficial salió de la patrulla e hicieron una oferta: “Nos das todo lo que traes o te ponemos una putiza y luego te llevamos al MP por faltas a la moral”.
No había alternativa. Abrí la cartera frente a sus ojos y observaron un billete de 50 pesos. Miseria para sus expectativas. “Ya vimos que traes tarjeta de débito. Decide: putiza o te acompañamos al cajero”.
Me escoltaron unas cuadras hasta Revolución y frené ante un cajero. Cuando descendí, uno de ellos se acercó: “Saca todo lo que puedas o te metemos ahí”, me advirtió mostrándome la oscuridad de la empedrada calle Sofía.
Les entregué los billetes, los contaron y se fueron.
En ese entonces, hace 14 años, podía sonar muy grave que dos policías te extorsionaran con violencia o tuvieran el cinismo de llevarte a un cajero. Hoy, eso sería un cuento de hadas: en 2013 los policías pueden secuestrarte (como ocurrió con los chicos del Bar Heaven y el colombiano Jairo Guzmán) e incluso ejecutarte.
Si un médico se esforzara en enfermarnos, si un guardavidas quisiera ahogarnos o un arquitecto construyera mal un edificio con el propósito de que se desplomara, nuestra indignación sería infinita. Con los uniformados somos complacientes. Aunque su razón de ser es protegernos, nos lastiman; y nosotros solemos resignarnos: asumimos que sufrirlos es parte del juego de vivir en el DF. Y ellos, como nunca enfrentan a la justicia y saben que nos atemorizan, han pasado de exigirte una mordida, tan jocosamente chilanga, a la industria de la muerte.
Es muy buena hora para extirpar el cáncer. De lo contrario, en 14 años diremos: “Antes sólo secuestraban y de vez en cuando mataban. Ahora mira de lo que son capaces”.
(ANÍBAL SANTIAGO)