Cuando tenía 15 años leí Los Periodistas, de Vicente Leñero, y La Guerra de Galio, de Héctor Aguilar Camín, dos libros que novelan el golpe asestado en los setenta por el gobierno de Luis Echeverría al periódico Excélsior. Así como algunos adolescentes que gracias a sus primeras lecturas quedan marcados por héroes clásicos como Tom Sawyer o Marco Polo, a mí me marcó descubrir la existencia de un periodista cabal que enfrentó de manera emocionante la censura en un momento ya épico de la historia reciente de México en el cual se creó la revista Proceso.
Así me volví lector voraz de don Julio Scherer. No había nada que él escribiera que yo no leyera ipso facto. Devoraba sus libros e incluso los llevaba a todos lados como una brújula existencial. En mis primeras faenas como reportero y hasta el día de hoy, ante dilemas importantes, es común preguntarme internamente lo que haría Scherer frente una situación así.
Algo que siempre me impresionó de don Julio no fue su relación con las altas esferas de la política –cosa que no es tan difícil de tener cuando se es periodista- sino la determinación espartana con la que el fundador de Proceso les decía la verdad a los poderosos. No vivía con la mano extendida ni practicaba ese rito periodístico extendido de la adulación al poder.
Otra cosa valorable de Scherer es su estilo para escribir. En estos tiempos en que la crónica y el periodismo narrativo andan de moda y algunos piensan que se trata de un invento reciente, valdría la pena leer la buena pluma con la que Scherer escribe su libro Allende en llamas, o incluso sus libros más políticos como Los Presidentes y Cárceles.
Por lo regular, los héroes legendarios que forjamos en la adolescencia están destinados a permanecer en nuestra ensoñación. Se quedan ahí como dioses que acompañan la vida pagana y cotidiana. A mí me tocó la inusual fortuna de conocer en persona a Scherer: a principios de 2007 estaba en la recepción de la editorial Random House Mondadori, esperando hablar de la posible publicación de un libro sobre la revuelta que había vivido Oaxaca. Un editor me había dado cita pero como no tenía ninguna identificación oficial, el guardia no me dejaba subir a verlo. En eso Scherer apareció a un lado mío, me abrazó y le dijo al guardia: “Este joven no necesita identificación para entrar aquí. Usted debería saber que es el periodista que le está contando al país la verdad de lo que sucede en Oaxaca”. Sin dejar de abrazarme, Scherer me jaló hacia el elevador y dejamos al guardia de lado. El resto de esa mañana la pasé con él, oyéndolo maravillado.
Desde entonces y hasta el 2014, no hubo un año en el que no me encontrara con él para comentar la violencia y la situación política del país. Por desgracia para mí, casi no me dejaba hacerle preguntas: él avasallaba con cuestionamientos concretos, aunque siempre tenía al final algún consejo que regalar. El noviembre de 2011 en que recibí de sus manos el Premio Internacional de Periodismo por el 35 aniversario de la revista Proceso es sin duda uno de los momentos más felices de mi vida.
Por eso el 7 de enero de 2015 fue un día tan rabiosamente triste. El más honorable y bravo guerrero del periodismo mexicano del siglo XX nos dejó solos en el campo de batalla.
Pero su recuerdo nos guiará: hay que decirle la verdad al poder.
(Diego Enrique Osorno)