Un día, en el baño de la casa, apareció una señal de humo: un libro motivacional para dejar de fumar. Mi roomie, quien debió comprarlo en un arrebato de culpa, lo había abandonado en la página 49. Tanto optimismo le ha de haber parecido deprimente. El libro estuvo varios meses en el mismo sitio con la esperanza de que alguna de nuestras visitas se lo robara, pero a ninguna le interesó desengancharse del cigarrillo. Para ese entonces yo parecía estar empeñado a romper un depresivo récord: dos cajetillas al día. No voy a culpar a nadie de mi adicción: uno comienza a fumar por pendejo, no por una infancia traumática. Yo he olvidado cuándo, dónde y con quién fumé mi primer cigarrillo, pero seguro fue en la prepa porque en ese tiempo uno agarra los vicios y es cuando pensamos que vamos a tener mucho tiempo para dejarlos. A fines de los noventa, recuerdo, intenté sacudirme este hábito que se ha llevado lo mejor de mí, pero sólo conseguí que se me paralizara media cara por culpa de los parches de nicotina. El médico, el carnicero o el fontanero —no sé quién carajos me atendió esa vez— me recetó dos Marlboro. Me los fumé como si no hubiera futuro y sólo así el rostro se me descongeló. Hace años, P me hacía prometerle que dejaría el cigarro y lo único que sucedió fue que nos dejamos.
Mi vida, o como quieran llamarle a todos estos años, fui a depositarla días después en manos de un hipnotizador con aires de Charles Bronson. Bronson había conseguido que un amigo se mantuviera sobrio y que dejara de llorarle a una mujer. Acabar con mi adicción al cigarro, supuse entonces, iba a ser cosa de niños. Yo, desde que me diagnosticaron una colitis de muerte, pongo mi fe en cualquier curandero, terapeuta, hechicero, brujo, acupunturista y demás locos que me recomienden. Y Bronson era uno de ellos. No volverás a fumar, me prometió Bronson y, sin más, comenzó a hipnotizarme. Me dijo que me imaginara el mar y yo vi el desierto. Me dijo que me imaginara acostado, en mi cama, y yo sentí lo incómodo del sillón en el que Bronson me había sentado. Me pidió hurgar en mi infancia pero yo no vi nada. Me ordenó que despertara y yo apenas iba agarrando sueño. No entré en trance, le dije cuando le pagué los 700 pesos de la consulta. No importa, me contestó, El mensaje va al inconsciente. Mi inconsciente debe estar muy inconsciente por que cuatro horas después estaba fumando de nuevo. El amigo que me había recomendado a Bronson también había vuelto a beber.
El libro trae un número telefónico para ir a hipnosisterapia. Debí haber llamado desde el principio, pero me pareció una trampa que en la última página le enjareten a uno que el libro es bueno, pero que la hipnosis es lo mejor. Llamé, fui a la zona de Las Lomas, pagué dos mil 900 pesos, firmé la devolución de mi dinero (a los tres intentos regresan la plata) y, durante casi seis horas, un hipnotizador con aires de Ricky Ricón nos habló del bien y del mal (nunca habló del cáncer ni nos enseñó unos pulmones que parecían carbón) y nos regaló un mantra a la veintena de adictos: Puedo pero no quiero. De esa veintena recuerdo al viejo que ya usaba tanque de oxígeno y a la mujer aquella de pechos fulminantes que sólo fumaba de 7 de la noche a 1 de la mañana, todos los días de la semana. ¿Y por qué sólo en esas horas?, le preguntó Ricky Ricón. Porque es cuando estoy en las maquinitas, respondió la señora. Ricky Ricón no le dijo nada, pero era evidente que el problema de esa ludópata no era el tabaquismo.
Cada hora Ricky Ricón nos mandó al salón de al lado para fumar. Hacia las dos de la tarde, nos advirtió que ese sería nuestro último cigarro. Todos pusimos cara de desgracia. Era como si nos hubieran dicho que se había muerto nuestra madre. El salón, antes de que lo olvide, es deprimente: no porque tenga un enorme contenedor donde hay que tirar la cajetilla que uno lleva, sino porque uno mira a todos esos que son como uno. Cuando regresamos, Ricky Ricón pidió que nos colocáramos los audífonos, puso música Chilli Out y empezó a decir no sé qué tanto. Lo lamento: me quedé dormido. La falta de azúcar, después de seis horas de palabrería, me orilló a un sueño tan pesado como el que da por el mal del puerco.
De aquella sesión han pasado cien días y no he vuelto a fumar. Subí pocos kilos, pero lo más duro fue no poder teclear. V, que para entonces había vuelto a quererme, también dejó de fumar y me animaba a teclear. El que piensas eres tú, no el cigarro. En la angustia me dio germen de alfalfa, apio y esperanzas. Un día, arruinado porque no se me ocurría una sola palabra, llamé al número de emergencias que nos dio Ricky Ricón. La sicóloga que me atendió no ayudó en mucho, pero mientras me decía no sé qué del mantra tuve una regresión y me acordé que de niño masticaba papel cada vez que estaba ansioso. Hoy ya solo bebo agua, pero de vez en vez voy por mis papelitos. Algunos días también he hecho la mímica del acto de sacar un paquete invisible de cigarrillo, encender un cigarrillo invisible con un cerillo invisible, llevarme el cigarrillo invisible a la boca y sacar ese humo invisible.
En estos casi 100 días me habría metido tres mil cigarrillos. No es que lleve la cuenta y ahora quiera evangelizar al fumador. Nada de eso: fumar me hizo creer que durante casi 30 años estuve bien acompañado y a eso uno siempre le va a tener cariño. Traigo frescas las cifras porque a mi celular bajé una de las más absurdas aplicaciones que conozco, una que nos recuerda todo el tiempo la plata que hemos ahorrado, los miligramos de monóxido de carbono que hemos dejado de inhalar y todos esos números que siempre nos parecen inútiles.
No sé si vuelva a fumar (Mayo y V le causaron destrozos a mi corazón y el cigarrillo se alimenta de los pretextos). Por lo pronto, he apagado el cigarro para encender el resto de mi vida.
(ALEJANDRO ALMAZÁN)