A diferencia de las personas, a quienes primero conozco por sus márgenes, cuando llego a una ciudad desconocida, me gusta descubrirla por su centro. Tras aterrizar en Santiago, miro un mapa del recorrido del aeropuerto al hotel y noto con agrado que atravesaré el centro de la capital de Chile. Son las 11 de la noche y es un día de puente vacacional, así es que las calles de la periferia que recorre el taxi están muy solas.
Abro la ventana para conocer el famoso frío santiaguino. Es un frío agradable que golpea con sutileza el rostro. El auto avanza y entra a una zona más poblada, pero de repente se sumerge en un túnel interminable. Calculo unos 10 kilómetros de viaje por un paisaje parejo de muros y soso en el que hasta el viento frío se vuelve tibio y áspero. Así fue como mi primer viaje por el centro de Santiago de Chile lo hice a través de su aburrido subsuelo.
Salí del túnel para llegar —no es broma— a Providencia. Aunque nunca me sentí en peligro durante la autopista subterránea, agradecí la ironía de la nomenclatura chilena. Las calles aledañas a mi hotel estaban tan solas como el desierto de Atacama, que alguna vez conocí, pero desde su parte peruana. Eso fue lo más cerca que había estado antes de este país que descubrí en mi adolescencia gracias a la poesía (en ese orden) de Vicente Huidobro, Gonzalo Rojas, Nicanor Parra, Patricio Guzmán y Roberto Bolaño. De Pablo Neruda hubo algunos años en los que viajaba por América Latina, leyendo de día Canto General con fervor humanista, mientras que en las noches más solas devoraba Los versos del Capitán, descompuesto de amor.
Chile era para mí eso antes de venir acá: un enorme poema que me formó y deformó desde que lo empecé a leer. Luego entendí que ese túnel que me llevó a Providencia no era un esperpento urbanístico, sino la metáfora perfecta con la que el poema llamado Chile daba la bienvenida a uno más de sus miles de lectores.
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Sí, está bien que Chile sea un poema no un país. Pero es un poema con versos dolorosos. Al día siguiente de mi llegada, mientras camino por el Museo de la Memoria leo a Chile con mayor detalle: en un clavo de una de las puertas del Palacio de la Moneda obtenido después del bombardeo del 11 de septiembre de 1973, en el diario que escribe de niña Francisca Márquez, durante el Golpe de Estado dado por la CIA a Salvador Allende, en las últimas cartas que escribieron a sus parejas las víctimas de las Caravanas de la Muerte, en las miles de fotos con los rostros de las personas desaparecidas por la dictadura de Augusto Pinochet… Esta fue hasta hace poco la periferia histórica de Chile, sin embargo, el tiempo le ha dado la razón y la ha traído a un céntrico museo. Ahora que estoy aquí creo que lo entiendo: son los márgenes lo que siempre ha estado en el centro del poema, porque la poesía se escribe con memoria, y la memoria se escribe con poesía.