Miro una puerta monumental incendiada de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca. Volví a la ciudad estos días para presentar el documental Dios nunca muere y la nueva edición del libro Oaxaca sitiada. En el camino leí El material humano, una novela de Rodrigo Rey Rosa sobre la violencia policial en Guatemala. “Este es un buen país para cometer un crimen”, dice en algún momento el narrador de la trama. Una trama conformada, por supuesto, con escenas de impunidad y sufrimiento. Hace tiempo me pasa que, cuando leo una historia de este tipo, ya sea de Guatemala o Tailandia, me remito a Oaxaca.
Oaxaca es una ciudad hermosa por su diversidad e inspiradora por el carácter libre de su gente. Resulta difícil definirla: un visitante recién llegado podrá ver en una misma manzana céntrica una procesión religiosa, la presentación de un libro, una puerta monumental incendiada, una vendimia de artesanías y una boda de alguna pareja rica de Monterrey. Habrá quienes se quedarán con la procesión y pensarán en una Oaxaca religiosa, mientras que otros en la puerta monumental incendiada y tendrán miedo.
En mi caso, relaciono a Oaxaca con impunidad y sufrimiento, porque eso es lo que sobre todo me ha tocado ver a mi las veces que he vivido aquí, sin embargo, en una ocasión, mi hijo adolescente me acompañó unos días de un lado a otro de la ciudad y una tarde que estábamos sentados en Santo Domingo comiendo un helado, de repente le salió del corazón decir que le parecía que estaba en el lugar más alegre del mundo.
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Lo cierto es que en 2006 esta ciudad empezó a vivir una transformación profunda que ha sido ampliamente documentada y discutida en cuanto a lo político y lo social. La rebelión de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca es un parteaguas en la lucha social de este siglo y la represión oficial instrumentada de manera ilegal también representó un modelo autoritario a seguir para el nuevo Estado mexicano. Sin embargo, ha faltado mirar también la transformación humana de Oaxaca. Describir, como propone Zagajewski, esas nuevas variedades del mal y del bien que existen en la actualidad.
Mientras pienso en cómo detectar esas nuevas variedades del mal y del bien, releo a Arthur Schnitzler sobre las certezas: “Toda verdad tiene su momento —su revelación— que suele durar muy poco, de modo que, como la existencia misma, es un destello, o sólo una chispa, entre la nada o la mentira que le precede y la que le sigue, entre el momento en que parece paradójica y el momento en que comienza a parecer trivial”.
Ahora he dejado de mirar la puerta incendiada iré a buscar un helado.