La muerte de Fidel Castro era el acontecimiento político más pronosticado de los últimos años. Si en Las Vegas hubieran organizado apuestas formales sobre cuándo ocurriría, muchos habrían perdido millones de dólares. Quizá los 640 atentados que tuvo a lo largo de su vida hacían inimaginable que quien lideró la mayor aventura épica latinoamericana del siglo XX pudiera llegar hasta los 90 años de edad para despedirse tranquilo en su cama, como finalmente sucedió el 25 de noviembre de 2016.
Desde hace tiempo solían arribar a La Habana especímenes de todo tipo (escritores, espías, empresarios…) a esperar a que muriera el comandante en jefe de la Revolución. Conocí a un cineasta que tenía listo desde 2007 un documental que planeaba difundir tras la muerte de Fidel. Cada año debía volver a la isla para “actualizar” su material hasta que en 2013 decidió abandonar el proyecto. El periodista Andrés Oppenheimer publicó un libro con el título La hora final de Castro, que quizá hubiera sido oportuno ahora, pero no en 1993, cuando fue publicado por primera vez.
He de confesar que de alguna manera yo también integré esa tribu post-mortem cuando estuve a punto de irme a vivir a Cuba en 2003. Por ese entonces, yo acababa de pasar una larga temporada en Madrid, donde había reflexionado que si quería ser corresponsal de guerra primero tenía que entender los conflictos más importantes de la región del mundo en la que me había tocado nacer. Y, desde que empecé a tener cierta conciencia política, me di cuenta —como lo haría cualquier mexicano, venezolano, colombiano o argentino— que el corazón del conflicto latinoamericano se encontraba en esa hermosa isla que, además, por azares del destino, fue el primer país extranjero que conocí.
Mi idea era vivir en Cuba igual que la mayoría de la gente. Asimilarme y recorrer la isla durante años para palpar y escribir los cambios que iban ocurriendo en la sociedad cubana mientras el mundo entraba a un nuevo siglo y el gobierno comunista se transformaba en algo distinto. Quería narrar la “perestroika cubana” desde abajo, como Ryszard Kapuściński había narrado la de la Unión Soviética en su libro El Imperio.
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Sin embargo, me di cuenta que ese “conflicto” que yo estaba buscando en otros lugares, estaba explotando de forma espantosa en mi propio país. Así es que me quedé aquí.
Ahora que Fidel ha muerto, lo primero que se viene a la mente es el fin de un ciclo histórico no sólo de Cuba. Hoy es notorio que el mundo va por un lado y la gente por otro. Sólo así pueden explicarse eventos políticos tan inesperados para el establishment global como el brexit, el gobierno de un comediante en Guatemala, el no a la paz en Colombia o la presidencia de Donald Trump. Todos estos sucesos sorprendentes de 2016 no son a causa del año del mono de fuego, como explican los especialistas del horóscopo chino.
Con las aberraciones que lleva implícita cualquier utopía, la que pregonó Fidel el siglo pasado era una que defendía las causas de los pobres y los oprimidos, se alimentaba de la pasión política, una alta moral y un afán de justicia, pero todo esto podría verse ahora como algo desfasado, cuando no sólo han terminado las utopías de un mundo mejor, sino que quienes defienden de manera abierta el racismo, la supremacía, la guerra y la opulencia son los que pueden tener el respaldo de las mayorías y gobernar de forma inhumana en nombre de la democracia.
Ya que tenemos la certeza de que Fidel no era inmortal y de que el siglo XX apenas terminó, debemos estar conscientes de que se acabaron los personajes legendarios para dar paso a simples cretinos como Trump y de que la lírica revolucionaria ha perdido la batalla frente a una prosaica realidad.
Por ahora.