Reportear

Opinión

El 1 de diciembre de 2002 cumplí 22 años. Ese día publiqué un reportaje donde se demostraba la convivencia en una fiesta de alta sociedad, del máximo capo del narcotráfico de Monterrey —en aquel tiempo— y del entonces Gobernador del estado.

Tres semanas después yo estaba en Europa, enfilándome a España, para tomar las clases de periodismo que se pudieran, pero también para aprender a limpiar playas contaminadas por petróleo en el mar de Galicia y a viajar por ahí. Además, tomaba clases en la Universidad Complutense y anhelaba irme como escudo humano a la invasión de Estados Unidos a Irak.

Un año después regresé a Monterrey. Aquél capo había muerto acribillado a balazos en un restaurante de Guadalajara y su compañero de parranda, el gobernador, había subido a Secretario de Economía. Todo normal. Nada había cambiado en el Nuevo León impune y criminal.

Por entonces yo tenía el proyecto de viajar a Cuba para vivir ahí y escribir sobre la manera en que se viviría, según yo, la perestroika caribeña, tras la muerte de Fidel Castro. Algo inspirado en lo que hizo Ryszard Kapuściński para escribir El Imperio, ese gran reportaje sobre la transformación soviética de finales del siglo pasado.

Pero en lo que preparaba el viaje a Cuba, tuve la insistente invitación de irme a reportear al D. F. Acepté con la idea de que podía permanecer tres meses y luego decidir si le seguía o no.

Sin embargo, a los pocos días de haber llegado al D. F. me di cuenta de que no podría irme tan fácil de la ciudad. Mi primer hogar, durante un año, fue la habitación 401 del Hotel Virreyes, un viejo edificio ubicado en Izazaga y el Eje Central, las dos avenidas más ruidosas del Centro Histórico que en ese entonces todavía no compraba por completo Carlos Slim.

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Para alguien que anda en la búsqueda de algo que ni por asomo sabe qué es, caminar las calles del D. F. y sobre todo, caminar el Centro Histórico, es algo esperanzador y vital. La historia, con mayúscula, y las historias, con minúscula, están por todos lados. Los cinco sentidos están en labor constante ante la riqueza de situaciones que se presentan alrededor.

Lo mejor, sin embargo, vino después, cuando, desde una ciudad como el D. F., se comienza a mirar el resto del país. La perspectiva es muy interesante. En buena medida, el D. F. concentra en sus calles eso a lo que llamamos México. Y eso que se dice que es México, no se ve igual desde el D. F., que desde San Nicolás de los Garza o desde Chiapas. No. No puede ser visto de igual forma que desde el Zócalo capitalino.

Además de ir descubriendo la gran ciudad, entonces es que también uno puede ir descubriendo un país y hasta un continente. De repente, uno descubre que hay un México que no sólo sirve para cantar un himno o para tener un equipo al cual apoyar en los Mundiales de Fútbol. Descubre que esa cosa que se llama México duele y duele mucho por todos lados.

Así es que el D. F. me permitió ver eso, ver un territorio imaginario, pero real, más amplio, más universal. Y entonces fue que me puse a viajar más de lo que me podía permitir, por muchos pueblos y comunidades del país.

Tenía que hacerlo porque una cosa es la ficción, la creación de narraciones imaginarias, y otra muy distinta el relato sobre personas de carne y hueso, sobre el cuerpo de la sociedad y sobre los conflictos que se desarrollan ante nuestros ojos.

Dar fe de lo visto exige una participación directa: no se puede hacer esto a distancia, mirando lo que ocurre a través del televisor o yendo a un seminario de especialistas en la Casa Lamm o en el Museo Metropolitano de Monterrey. Hay que estar allí, es una regla básica de la escritura que hacemos los reporteros y en la que creemos.

Así es como se puede presenciar la explotación de los mineros de la región carbonífera de Coahuila, la tragedia de las viudas de Pasta de Conchos, la lucha de los mayas guerreros de Becal Kalkini, Campeche; de los comuneros de La Parota, Guerrero; de las comunidades zapatistas de Chiapas; de los insurrectos de Oaxaca y del digno pueblo de Atenco, entre otras tantas y tantas batallas que se libran en el México de abajo. Y cuando uno puede estar ahí, entre ellos, tiene la posibilidad de intentar contar sus historias.

Parece que a veces se nos olvida que vivimos en un mundo con más gente descalza que con zapatos Nike, gente con hambre y sin perspectiva alguna para el futuro, salvo el conseguir, a ver cómo, la comida de mañana.

(Esta nota de diario fue escrita hace 10 años. Es revivida ahora, desde Santiago de Cuba, unas horas después del entierro de Fidel Castro).