Como cada uno de nosotros, los países tienen una vida propia y una historia con sus momentos felices y emotivos, con sus tragedias, conflictos, traumas y triunfos.
Nací en 1973 y si hago un recuento de los acontecimientos políticos que más han marcado mi vida podría resumirlos de esta forma: la llegada de los exiliados latinoamericanos, el terremoto de 1985, el levantamiento del EZLN, el asesinato de Colosio y el periodo de luto y violencia que estamos viviendo ahora. Los primeros fueron hechos concretos que ocurrieron en un tiempo relativamente corto. El último lleva ocurriendo más de una década y no parece cerca de terminarse.
Los sicólogos que se especializan en el tema, dicen que uno se acostumbra y se vuelve tolerante a las peores situaciones de violencia mientras ésta no ocurra de forma abrupta –como en una guerra- sino que aumente paulatinamente. Dicen también que las reacciones comunes de las víctimas son el silencio, el miedo, la pasividad, el asumirse como culpable del maltrato y del abuso que otros ejercen sobre nosotros, minimizar y aceptar como normales acciones que no lo son.
Creo que es exactamente lo que pasa aquí. De otra forma es del todo inexplicable que hayamos reaccionado tan poco a lo que está sucediendo desde hace tiempo y que nos asumamos ya como un pueblo impasible. La cantidad de muertos que hubo durante el sexenio de Felipe Calderón supera por mucho al número de víctimas de la guerra de Irak.
Los secuestros con mutilaciones, los asesinatos con ostentación de crueldad, las balaceras en zonas residenciales, los “levantamientos” de jovencitas efectuados por los narcotraficantes se volvieron parte de nuestro día a día y nadie parece inmutarse. Si uno lee la prensa internacional se dará cuenta de que el resto del mundo está más conmocionado por México que nosotros mismos. Sin embargo, lo veamos o no, todo eso está inscrito en nuestra psique, en nuestra memoria celular, en nuestro ADN y, de la misma manera que uno trata un trauma personal, es indispensable que atendamos este trauma colectivo. Lo primero es mirar de frente y ver, a pesar del horror que esto implique, lo que ha sucedido y sigue sucediendo. Quizás no solos, quizás con la ayuda de uno o varios especialistas.
Recientemente un grupo constituido por abogados, periodistas, empresarios, artistas e intelectuales de diferentes tendencias, se han reunido bajo el nombre de Desarma México. Uno de los primeros objetivos que se han impuesto es denunciar el plan Rápido y furioso, dirigido por la Agencia de Alcohol, Tabaco y Armas, desde Phoenix, Arizona, que consistió en introducir en nuestro territorio más de diez mil armas de alto calibre, compradas con dinero del gobierno estadounidense.
El supuesto objetivo era dar seguimiento a los grupos de delincuentes mexicanos. El gobierno de nuestro país no sólo autorizó sino que propició la entrada de ese armamento al que nunca rastreó como se esperaba. Es obvio que la violencia no habría sido de la misma magnitud si no se hubiera contado con las armas suficientes para ejercerla.
Desarma México está haciendo un llamado a la indignación y a la toma de conciencia. Para empezar a sanear, es importante que la sociedad recuerde, identifique y castigue a los responsables y, sobre todo, se encargue de impedir que este tipo de acciones vuelvan a suceder.
Creo, como ellos, que es momento de empezar a tomar responsabilidad en la situación y que es importante sumarnos. Me emociona que el movimiento sea plural y ecléctico y que se invite a todos a contribuir desde su área y su negocio, desde su florería, su puesto de boleado, su banda de música.
Cada quien, sea quien sea, está invitado a interpelar al respecto a los otros ciudadanos, no importa si es desde una ventana, una pared, una pantalla de Twitter o una pequeña columna.
(GUADALUPE NETTEL / [email protected])