Como saben, además de escribir en este diario yo me dedico al Radio. La posibilidad de abrir un micrófono y comunicarme con la audiencia es una de las experiencias más fructíferas, apasionantes, divertidas y tortuosas de mi vida.
La comunicación que se logra en ocasiones concretar con la audiencia es una experiencia tan profunda y sólida que el micrófono se vuelve una adicción, vicio que, como cualquier adicto, uno teme perder.
He perdido el micrófono en un par de ocasiones y la zozobra es enorme. No por la fama o el reconocimiento, sino por la posibilidad de contar una noticia, exponer una canción que te prenda o abrir el debate sobre lo que en la calle enciende mentes e hígados.
La negación de decir la noticia del día siguiente sería, para mi y para muchos locutores, el mayor tormento.
Por ello, al leer el último ensayo de Oliver Sacks, la angustia en empatía fue instantánea.
El neurólogo -que muriera el domingo pasado luego de una corta lucha contra el cáncer que invadió su cuerpo-, hablaba en su escrito del New York Times sobre la nostalgia de saber que su destino le impediría llegar a los 83 años y ello también le cerraría puertas a la lectura, a hojear revistas científicas que le abrieran la curiosidad hacia la evolución del estudio humano, al diálogo de pares menores de diez y mayores de 60 y a la posibilidad dada por hecho de disfrutar de las estrellas que salpican el cielo.
Sacks logró picar la curiosidad de su lector hacia esos y otros temas que parecían áridos pero que, gracias a una prosa de resistol, adhería al lector en mundos que la ficción envidiaba.
Rebelde en formas, métodos y status Quo, el médico inglés superó la dificultad de su vida al lado de un hermano esquizofrénico y el repudio materno por su orientación sexual. De hecho, ambos sucesos abrieron puertas a la aceptación y la curiosidad para conocer los procesos por los cuales la enfermedad y el rechazo tienen una carga de miedo e inseguridad, inseguridad que Sacks combatió con una prosa atractiva, única para describir los procesos cerebrales que nos hacen menos perfectos y más fascinantes.
Sacks murió enamorado y en paz con su vida, pero con el profundo pesar de no saber el día siguiente. Privilegio con el que muchos aún contamos.
A usarlo.