Tengo un auto gringo. Fue armado en Japón, pero sus llantas pisaron el asfalto en una calle de Washington DC, la ciudad donde despacha Obama en la Casa Blanca. Es bajito, color plata y potente. Y puedo apostar que la historia de mi auto –una historia con epílogo de corrupción– es la de millones de chilangos y otros ciudadanos de este país que bailan al son que toca el dinero.
La historia de la Civic, como llama Maki al auto en un desplante inconsciente de feminismo, comenzó en una agencia Honda muy cerca de donde vivíamos en un clásico suburbio como esos que salen en las películas: laberintos arbolados de casas sin divisiones ni murallas y jardines que parecen podados por un pedicurista.
La agencia nos otorgó un crédito y recibimos el auto un día de verano hace siete años. Lo pagamos antes de volver a México hace cinco meses, felices por estar de regreso en nuestro país: la familia, Coyoacán, las quesadillas de flor de calabaza, ese calorcito mexicano tan especial.
Pero entonces me vi en el papel del protagonista de “Bienvenido Paisano”, la película en la que Rafael Inclán interpreta a un migrante que vuelve a su tierra forrado de dólares y poco a poco los pierde ante el policía, el aduanero y el burócrata tramposo, igual que un sesentón se despide del último cabello.
Sabía que México era un país corrupto, pero una mañana me enfrenté a una aterradora epifanía: la ciudad de México –el gobierno de la ciudad– es el Frankestein de la corrupción.
Mi amigo Igor me alertó: “El DF vive su peor época de corrupción. No te imaginas. Ni en los peores tiempos del PRI”. Por desconfianza o ingenuidad, no le creí.
Volvimos a México con el orgullo inflamado y muchas ganas de hacer cosas y hacerlas bien. Contratamos a un agente aduanal al que pagamos por hacer el trámite de importación. Pero las cosas comenzaron a desbarrancarse en el módulo de control vehicular de la delegación Venustiano Carranza.
En los 10 años que viví fuera cambiaron muchísimas cosas, pero el tiempo parece no haber transcurrido ahí: filas interminables de gente, trabajadores que bostezan, escuchan música y devoran cacahuates. Espacios de atención sin personal. Horas de espera.
Como quien lanza un jab para aflojar el cuerpo, el empleado te desarma al llegar a la ventanilla: “No hay placas”. Después, una peregrinación por oficinas: Izazaga 89, Xochimilco, la Tesorería: Lleva el alta del auto allá, trae el pedimento de importación acá. Consigue 4 testigos. Los llevas. El empleado te hace un primer guiño y te pide una botella de agua. Al final siempre hace falta algo nuevo –aunque lleves todos tus papeles en regla–. Tras dos semanas de suplicio, te hartas. El empleado canta la neta: Cáele con una lana. Baila al son que toca el dinero.
Igual que bailó mi amigo Corchado tuvo que entregar 4 mil pesos porque su auto portaba una calcomanía de verificación falsificada. O como tuvo que bailar el doctor Benjamín Martínez para que le entregaran su auto robado por unos ladrones y recuperado por él mismo.
Mi auto gringo entró a México más derechito que el papamóvil y sin embargo tuvimos que pagar 3 mil pesos en mordidas a los empleados del módulo de control vehicular. “Tiempo es oro”, me aconsejó un taxista. Era eso o que el auto pasara otros 5 meses estacionado.
Lo más frustrante es la impotencia. “Acúselos ante el contralor”, aconsejó una señora, también burócrata. ¿Para qué? Mancera, el inexistente jefe de gobierno, no tiene la menor intención –no le conviene– de enfrentar al Frankestein que despelleja ciudadanos en la ciudad sin ley.
Mi auto gringo ya tiene placas. Y aprendió a pisar chueco.
*******************
SÍGUEME EN @WilbertTorre