Para cuando el amable lector revise esta página, un servidor estará en la playa, en observación estricta del viejo ritual mexicano de irse a remojar las pantorrillas durante vacaciones veraniegas. La playa en sí, vista objetivamente, es lugar admirable. Hay pelícanos y gaviotas, que son pajarracos que no suele ver uno por la calle. Hay un horizonte morrocotudo por el que pasan barquitos. El vaivén de las olas puede subyugar, como testimonian la mitad de las canciones de don Agustín Lara. Perder la vista en el mar mientras se bebe la consabida cerveza y dejarse envolver por el sopor que infunden la arena y la sombra de las palmeras es un placer innegable para nadie que no sea un suicida en potencia.
El problema es que no está uno solo en ese breve paraíso. A diestra y siniestra acecha el resto de la Humanidad. Niños muelones a los que no hay modo de callar y cuyos berridos alejarán cualquier rastro de sueño, ya sea porque se meten al mar y los revuelca la ola o porque no los dejan regresar a la orilla a que la ola los revuelque. Y sus padres, unos adictos al reguetón armados de poderosos mp3 con bocinas, a quienes la playa, en vez de ensueños de reposo, les provoca el comportamiento maniaco y eléctrico de unas mangostas. Y además, claro, la turba adolescente a la moda que escapa a toda descripción que no lo haga terminar declarando a uno ante la Conapred.
Los horrores se acumulan y el menor de ellos no es el hecho de que los precios se disparen en estas fechas a niveles dignos de la cartera de un magnate que haya venido al país a que le den ayahuasca con pretextos espirituales y a que le tumben dos mil dólares diarios. Filetes de a 200 pesos. “Mariscadas” de a 500, que en el menú parecen apetitosas pero en la mesa son indistinguibles de un plato de sobras. Excursiones de a mil 500, en las que uno es atacado por “animadores” que se empeñan en contar chistes y cantar canciones pestíferas de la radio. En fin. Uno apechuga y se convence de que vestirse con bermudas y chancletas y rodearse de varios miles de ingenuos en galas similares lo curarán del tedio y las tensiones urbanas. Lo cual, como podría sospechar cualquier persona sensata, es un error.
No: en el fondo, vamos al mar porque nuestros padres nos llevaron antes y porque a ellos los condujeron nuestros abuelos. Pagamos cantidades absurdas por visitar costas repletas y desagradables en busca de recobrar veranos infantiles imposibles. Manejamos durante horas o nos apretujamos en camiones y aeropuertos no por el mar, que es horroroso, sino por la idea del mar, ese espacio libre, limpio, vacío como el primer día de la creación, que no existe en ninguna parte más que en la memoria. Una falsa y bella memoria.