El magnífico libro Huesos en el desierto (Anagrama, 2002), del escritor mexicano Sergio González Rodríguez, logró concentrar la atención del mundo entero sobre el espeluznante fenómeno de los feminicidios en Ciudad Juárez, un fenómeno que por supuesto no se circunscribe a esa ciudad y que hoy en día tiene incluso zonas, como el Estado de México, que presentan cifras aún más alarmantes. Una nota del portal Animal Político consigna datos al respecto: según el INEGI, en los últimos 15 años han ocurrido 26 mil 267 asesinatos en contra de mujeres (5.1 por día en promedio) en México. La conclusión a la que llega el organismo es igual de terrorífica que la cifra: “Los asesinatos de mujeres derivan [sic] en un patrón cultural y menos al fenómeno de la violencia social por el crimen organizado”.
Hace unos meses un grupo de poetas mexicanas lanzó una iniciativa en Twitter, titulada #ropasucia, cuyo objetivo era ventilar las expresiones misóginas dentro del entorno cultural, artístico e intelectual. La respuesta fue abrumadora y exhibió que incluso en estos ámbitos, pretendidamente de corte e inclinaciones más progresistas, existe un statu quo machista, retrógrada e insultante para las mujeres.
El caso de los Porkys en Veracruz ha vuelto a exponer públicamente el estado crítico del asunto: un grupo de júniors infranormales, sádicos y repugnantes viola a una joven, lo graba y pone a circular el video en la red y se defiende argumentando que todo era “puro cotorreo”. La complicidad y la inacción del aparato judicial, además de apuntalar la corrupción, impunidad y en términos generales el ejercicio criminal de la administración de Javier Duarte, constatan la aseveración del INEGI que cifra el origen del problema en una idiosincrasia cavernícola que admite la violencia contra las mujeres como algo quizá indeseable pero que no es para tanto.
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Ante el pasmo estatal, la reacción ha provenido de organizaciones e iniciativas desde la sociedad civil que intentan, a través de foros como el grupo de Facebook “Mujeres SOS”, como la marcha masiva del domingo pasado o como el hashtag #miprimeracoso, primero crear redes de apoyo para acompañar a las cientos de miles de mujeres que padecen violencia de género, y segundo situar el problema en su justa magnitud.
Las denuncias vertidas en dichas iniciativas dan cuenta de la gravedad del asunto. Un breve vistazo es suficiente para provocar escalofríos ante la magnitud, la amplitud y la atrocidad de lo que arrojan dichos testimonios.
La violencia de género es algo que, efectivamente como lo señala el INEGI, se produce sistémicamente al interior de una cultura que consiente que medios de comunicación masiva (principalmente el duopolio televisivo) siga promoviendo estereotipos estúpidos y ofensivos que reducen a la mujeres a objetos sexuales o a fábricas de bebés o máquinas de planchado, que campañas publicitarias pensadas por trogloditas sin cerebro propugnen la idea de que es importante “ser muy hombre” y que políticos como la fiscalía veracruzana sean cómplices de atrocidades como la cometida por los Porkys.
En el vórtice de esta espiral de horror estamos todos y están también algunas mujeres que consienten en dar cauce a las dinámicas sociales machistas que son el origen de todas las formas de violencia previamente descritas. La dramática situación sólo podrá revertirse a partir del entendimiento de que es necesario transformar la idiosincrasia que abarca casi todos los estratos y círculos sociales de México. Es un problema que se manifiesta a diario y que por lo tanto requiere de una participación activa igualmente consistente.