La School of Public Policy de la Universidad de Europa Central ha sido descrita por su fundador, George Soros, como “un nuevo tipo de institución global encargada de lidiar con problemas globales” a través de un centro de enseñanza cuya intención es inferir en políticas públicas, a través de la generación de propuestas comunitarias que escapan los círculos de poder que usualmente las definen. Su lema es contundente: tener un propósito más allá del poder.
Una vez al año realizan una conferencia en la que artistas y personajes alrededor de las artes de todo el mundo discuten en páneles sobre la forma específica de los problemas domésticos causados por fuerzas globales.
Uno de los páneles de este año, encargado de discutir los efectos mundiales de “La guerra contra las drogas”, reunió a seis personas nacidas en México: la multipremiada escritora Reyna Grande, nacida en Iguala, avecindada desde niña en los Estados Unidos; los escritores mexicanos Valeria Luiselli, Álvaro Enrigue y Eduardo Rabasa, un editor mexicano (yo), y Julia Buxton, una académica especialista en política social y económica latinoamericana.
El panel se tituló Drugs, Violence, Migration, and Censorship: The View From Mexico [Drogas, violencia, migración y censura: una perspectiva desde México], y se abordaron temas como la necesidad de cambiar la narrativa de lo que acontece en México para tratar de comprender y atajar los problemas desde una perspectiva distinta (Luiselli ponía como un ejemplo de lo anterior el hecho de que a los niños que atraviesan Centroamérica y México se les llama “inmigrantes ilegales” y no “refugiados”, un término mucho más afín a su situación); se habló de las diferentes formas de censura en nuestro país (la que ocasionan las balas y la que viene de los barones mediáticos); de la obligación moral del ciudadano y aquella del artista, obnubilados ambos por la rabia, la desesperación y la impotencia, por definir una postura ante la barbarie y el horror, y en términos generales de la erosión del sistema social y la descomposición cuasi total de la clase política mexicana.
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Entre todo esto hubo una pregunta que sacudió el panel y lo sumergió durante unos minutos en un tenso y doloroso silencio: ¿cómo fue que los habitantes de México llegaron a concebir como algo aceptable que cientos de miles de sus habitantes mueran y desaparezcan ante la mirada de todos y de todas?
Reyna Grande narró cómo, en el poblado de Guerrero en el que nació, cuando los padres abandonaban sus hogares en pos de los Estados Unidos, los hijos sabían que no volverían a verlos jamás. En ese entonces era así, los padres en masculino, los únicos que migraban. A ella también le tocó ver a su madre partir y luego ella misma hizo la ruta, una que cuenta una historia cada vez más difícil de hallar para un niño o una niña como lo fue ella, una historia de realización artística e intelectual que hoy le permite llevar la voz de la migración, la pobreza y el abandono a la comunidad de jóvenes latinos en norteamérica para que puedan comprender con mayor profundidad las historias que los llevaron a donde están.
Cuando Reyna culminó, el panel orientó la discusión hacia la pobreza y cómo esta subyace en el fondo del problema de violencia actual y cómo la forma en la que el modelo neoliberal fue empujado por el pescuezo de nuestro país a partir de los años 90, condujo irremediablemente a la espiral de horror en la que hoy nos encontramos.
En una de sus intervenciones, Luiselli, que está a punto de publicar un libro sobre los niños que buscan refugio en los Estados Unidos, habló de la dificultad de aislarse del ruido que produce una realidad semejante. Quizá esto, el ruido, aunado a la angustia y la confusión, hace que pasen los días sin que nos hagamos de forma más determinante aquella pregunta que lanzó Julia Buxton al panel, ¿cómo es que esto es aceptable? ¿Cómo es aceptable atravesar campañas políticas como las que recién terminaron? ¿Cómo es aceptable que más de la mitad de la población viva en pobreza extrema? ¿Cómo es aceptable que los más flagrantes actos de corrupción ocurran en nuestras narices? ¿Cómo es aceptable vivir en una sociedad impregnada por la más obscena idolatría por el dinero en donde la comunidad y en términos generales el prójimo son vistos como un estorbo o un escalón para conseguir nuestras metas?
La respuesta es clara y evidente: no lo es. No es aceptable. Nada de lo anterior. La gran interrogante es lo que sigue después de ese reconocimiento. Y es algo que probablemente tendría que ocuparnos a todos y a todas, todos los días y a todas horas.