Pocos intelectuales, como Noam Chomsky, han denunciado la manera en la que el poder ha subyugado la democracia, erigiendo una plutocracia que protege los privilegios de unos cuantos en detrimento de la mayoría. Chomsky argumenta —y lo hace con una claridad y una lucidez admirables— que la desigualdad rampante en la actualidad no es el resultado de un proceso natural, ni mucho menos azaroso, sino el devenir lógico de un modelo que concibe la ley y la democracia como instrumentos al servicio del poder.
En el documental Requiem for the American Dream [Réquiem por el Sueño Americano], Chomsky hace un planteamiento estremecedor: desde los orígenes de la misma democracia, ésta fue asumida como una amenaza potencial para el poder. Una amenaza que debía ser regulada y, en el mejor de los casos, sometida.
Chomsky relata cómo esto fue percibido, incluso, desde la Grecia antigua, sólo que, a diferencia de otros “próceres” de la democracia, como el norteamericano James Madison, pensadores como Aristóteles previeron que la manera de salvar el beneficio de pocos contra la voluntad de muchos era disminuyendo las diferencias entre la manera en la que viven los primeros y los segundos.
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Madison, en cambio, pensaba que la democracia podía ser un peligro para los potentados y que por ello debía permanecer siempre bajo una estricta vigilancia. Más adelante, Chomsky pone un ejemplo de cómo esto ha sido una especie de mantra en su país, especialmente después de los movimientos sociales de los años sesenta. Tras Martin Luther King y los movimientos antibelicistas, los liberales respondieron con mano firme vapuleando a los inconformes, criminalizando las protestas y erigiendo documentos, como aquel emanado de la Trilateral Commission, que pugnaba por erradicar los males del Estado provocados por el “exceso de democracia”. Traducido a un español más simple: los potentados sintieron el hervor de la masa y pensaron que eso de que la democracia podía igualar sus necesidades, posturas e ideologías a las de los mugrosos y los negros no estaba tan bien después de todo.
En México, el asalto a la democracia por parte de los círculos cercanos al poder es prácticamente absoluto. Al poco tiempo de que la alternancia apareció como una posibilidad electoral, la clase política se encargó de transformarla, no en una medida para que los electores evaluaran el rumbo de sus gestiones, sino en un cambio de estafeta que simplemente transfería de un grupo a otro los beneficios presupuestales y la impunidad que ofrece el amparo del ejercicio de gobierno.
Ante un escenario semejante, la división social es el antídoto ideal para evitar la presión popular. Y en el centro de la división social se encuentra la violenta adscripción de nuestro país al modelo neoliberal que tiene en la atomización de lo colectivo uno de sus motores fundamentales. Ya lo decía como una funesta profecía una de sus máximas promotoras, la Dama de Hierro Margaret Thatcher: “la sociedad no existe, existen los individuos”.
El neoliberalismo, la doctrina ideológica en la que nos encontramos inmersos, seamos conscientes de ello o no, ha visto cómo se pulverizan las clases medias, se esfuman los afanes comunitarios, se somete a la clase trabajadora, todo ello al tiempo que se desencadena una de las más desastrosas y peligrosas crisis financieras en la historia, mientras un minúscula élite se enriquece (y lo ostenta) de forma obscena y pone de rodillas y al servicio del dinero a la democracia.
Según George Monbiot, autor del artículo Neoliberalismo: la ideología en el centro de nuestros problemas publicado en el último número de Reporte SP, esta doctrina de pensamiento ha permitido acrecentar el privilegio de una minúscula minoría en detrimento de la inmensa mayoría a partir de la transformación del ser social en un ser egotista, aislado y, en última instancia, solo.
La indiferencia y el egotismo exacerbados son el caldo de cultivo que permite que la maquinaria neoliberal siga funcionando. Y ahí estamos todos y todas participando, obteniendo las mezquinas y patéticas recompensas que la sociedad de consumo ofrece para pasar los días (y la vida) lo más rápido posible sin tener que utilizar esa dolorosa herramienta que es el pensamiento para decidir qué hacemos, quiénes somos y, quizá de manera más importante, quiénes son los otros y cómo podemos reconocerlos y convivir con ellos.