Hace unos meses la editorial Sur+, en coedición con el sello Grijalbo, publicó Una historia oral de la infamia del periodista norteamericano John Gibler. Desde hace varios años, Gibler ha seguido, desde el filo de la trinchera, el huracán de violencia, corrupción e impunidad que se desató en nuestro país desde los albores del nuevo siglo. Su más reciente libro arroja un poco más de luz sobre los tenebrosos eventos ocurridos en Iguala durante la noche del 26 de septiembre y la madrugada del 27 en 2014.
Si Los 43 de Iguala. México: verdad y reto de los estudiantes desaparecidos de Sergio González Rodríguez establecía un marco conceptual para entender la masacre de los estudiantes, no como un evento aislado y casi azaroso (como el que ha intentado esbozar la “verdad histórica” de Murillo Karam), sino como el devenir lógico de un derrumbe institucional, de un abandono milenario de zonas empobrecidas y de una dinámica geopolítica que se beneficia de la inestabilidad y el trasiego de drogas y armas en nuestro país, el libro de Gibler nos lleva al corazón de las tinieblas al establecer una narración coral conformado única y exclusivamente por las voces de los sobrevivientes y testigos de aquel episodio trágico y aciago.
Gibler teje su relato de manera magistral, comenzando con testimonios de estudiantes de la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos que cuentan el contexto del que provienen los alumnos de dicha escuela y los procesos de iniciación y adoctrinamiento ideológico al que son sometidos los aspirantes de nuevo ingreso. La pobreza y la marginación son las dos variables ubicuas en las historias narradas.
Después, Gibler nos lleva a través de la mañana, el día y la tarde del 26 de septiembre. Nos muestra las voces de un grupo de muchachos de entre 18 y 25 años, siguiendo la estela de los líderes de su escuela en una misión, cuyo objetivo era obtener autobuses para ir a la Ciudad de México y participar en la manifestación anual que conmemora la matanza del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco.
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Una historia oral de la infamia sigue paso a paso los acontecimientos, nos transporta al horror que vivieron los estudiantes cuando fueron emboscados por patrullas y por hombres vestidos de civil armados con rifles automáticos que dispararon contra ellos, nos narra la persecución y el asedio que vivieron algunos que tuvieron que refugiarse en el monte y en casas de la comunidad para evitar el destino que siguieron sus compañeros menos afortunados y culmina con entrevistas que recogen el sentimiento de impotencia, terror y frustración de los sobrevivientes que siguen sin conocer el paradero de sus compañeros y tienen que lidiar con las imágenes de otros como Aldo Gutiérrez Solano, en coma tras recibir un disparo en la cabeza, o Julio César Mondragón Fontes, a quien le arrancaron la piel del rostro y le sacaron los ojos antes de matarlo.
No nos hemos repuesto de la última ocasión en la que “fuerzas del orden” atentaron y asesinaron a miembros de la población civil cuando ya nos encontramos ante un nuevo episodio. Como en la masacre de los estudiantes, la estrategia inicial del gobierno ha sido el encubrimiento. El abismo en el que nos encontramos no admite más mentiras y manipulaciones como la del Comisionado de la Policía Federal Enrique Galindo que intentó encubrir el uso de armas automáticas contra civiles por parte de la dependencia en la que milita.
Los barones del gobierno se han abocado a transformar la representatividad política en un vacuo y peligroso simulacro. En semejante entorno, obras como la de Gibler y muchos otros periodistas se han convertido en un rompeolas que evita que la noche se cierna por completo sobre nuestros ojos. Al recibir el Premio Diario Madrid, el escritor mexicano Juan Villoro dijo que los periodistas en México “no tienen que salir de su país para vivir una guerra, la guerra la tienen en casa”. Sólo en los últimos días, el periodista Elidio Ramos Zárate fue asesinado en Oaxaca, la periodista Zamira Bautista fue ultimada en Ciudad Victoria Tamaulipas y el periodista Héctor de Mauleón recibió amenazas de muerte después de que la Procuraduría capitalina cateara una casa en el corazón de la Condesa tras un artículo del periodista que exhibía la actividad criminal en torno a ella.
Continuar por la vía del soslayo y la impostura supone seguir alimentando la maquinaria de violencia que sigue cobrando vidas todos los días en este país. El asedio al gremio periodístico amenaza con dejarnos en total oscuridad ante el oprobio y la infamia. Esta espiral de horror tiene que detenerse y no lo hará propagando la simulación gubernamental que ha llevado la realidad nacional a un grado de crispación y violencia que demuestran que la liga ha sido llevada hasta el límite de su elasticidad.