En su estupenda columna del día de ayer (“Una relación difícil”, Reforma), Lorenzo Meyer hace un veloz recuento de la difícil relación que han mantenido la Iglesia y el Estado en nuestro país. Artífice de la Conquista y pieza clave en el periodo colonial, en donde recuerda Meyer “la simbiosis de la cruz y la espada fue tan natural que algunos arzobispos también fueron virreyes”, vivió sus momentos de mayor (y más sano) distanciamiento durante la Reforma, tuvo una recaída durante el Porfiriato, volvió a abismarse durante la Revolución (gesta que fue combatida por el Partido Católico Nacional que apoyó el golpe militar de 1913) y, después de la cruenta guerra cristera producto de la dureza (Meyer dixit) de la Constitución de 1917 contra el clero, se asentó durante el Cardenismo y volvió a un cuasi romance junto con Manuel Ávila Camacho al encontrar, ambos, un enemigo mutuo en el comunismo, en plena Guerra Fría.
Meyer después asocia los lazos entre la Iglesia y el Estado con la instrumentación del modelo económico neoliberal. Carlos Salinas de Gortari, uno de los artífices de dicho modelo, buscó en el reestablecimiento de las relaciones con el Vaticano una de las fuentes de legitimidad que su gobierno necesitaba para ahuyentar la sombra del fraude electoral con la que llegó a Los Pinos.
Casi dos décadas después, el papa Francisco vino a nuestro país, que demostró una desfachatada entrega estatal ante el sumo pontífice. Las dimensiones del recibimiento se pueden calibrar si pensamos en lo absurdo que supondría un recibimiento semejante para los líderes espirituales de otras religiones. ¿Tapizaría con propaganda el gobierno “izquierdista” de Silvano Aureoles una visita del ayatola Alí Jamenei? ¿Le daría Mancera las llaves de la ciudad al líder de la Iglesia ortodoxa Cirilo I? Son tan necias las preguntas que no es necesario responderlas.
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Más allá del atropello al laicisimo, hay otro aspecto de la visita del Papa que resulta igual de espeluznante. Es indudable que los gobernadores que auspiciaron la visita de Francisco (Peña, Mancera, Aureoles, Duarte, Velasco) buscaron sumar puntos a su desvaída imagen escudándose en el aún fervoroso credo católico de nuestro país de manera semejante a como buscar hacerlo Salinas de Gortari realizando reformas constitucionales para darle personalidad jurídica a la iglesia en los noventa. No obstante, los discursos del Papa (que seguramente habrán dejado aún más indignados e insatisfechos a las víctimas de la pederastia clerical) fueron frontales en denunciar dos de los rasgos predominantes del gobierno actual: la corrupción y el privilegio de clases. A pesar de que los discursos anti-corrupción y anti-neoliberalismo de Francisco eran sumamente previsibles, los gobernantes celebraron su visita como si de la resurección de Cristo se tratara, evidenciando que las selfies que pudieran acumular con el Papa eran más importantes para ellos que las duras palabras vertidas por éste en mensajes que iban claramente dirigidos a “sus anfitriones”.
De manera abyecta, el tiempo sigue dándole la razón a los políticos que apuestan al olvido como remedio para todas sus tropelías. Los discursos, las palabras de Francisco, serán arrastradas por el viento de este invierno tardío hacia la desmemoria mientras que las imágenes de su Santidad recorriendo México del brazo de algunos de los miembros más “selectos” de nuestra clase política, quedarán para confirmar la supremacía contemporánea de la imagen sobre la palabra y del espectáculo sobre la reflexión y la crítica.