¡Agáchate, cabrón!
¡No dejes caer la cámara, el celular, la memoria, la rabia!
¡Cúbrete!
¡No te acostumbres a los muertos, a los guachos apuntándote
en la calle, a los politicólicos en la tele diciendo
en algo andaba, era un ajuste de cuentas!
Ni madres, cabrón, pero ¡agáchate!
tampoco es para que te avientes a lo güey
y termines desayunando una ráfaga.
Lo primero es tragar tierra, mano, y esquivar las balas.
John Gibler, 20 poemas para ser leídos en una balacera
Hace unos días tuve oportunidad de conversar con el periodista norteamericano John Gibler (Una historia oral de la infamia, Tzompaxtle, 20 poemas para ser leídos en una balacera, Morir en México, et al). En algún momento de la conversación hablamos acerca de lo importante que es detenernos a pensar en el significado de ciertos términos que utilizamos cotidianamente y cuyo entendimiento nos impide acceder a reflexiones alternativas.
Me explico: uno de los términos que Gibler utilizó para ejemplificar esta idea fue el de impunidad. El periodista norteamericano argumenta que hablar de impunidad sólo tiene sentido cuando se conserva el marco de un Estado de derecho. Cuando es el propio Estado el que viola sistemáticamente la ley, no se puede hablar de impunidad porque en en última instancia no existe la posibilidad de establecer un castigo. Ya Sergio González Rodríguez había sugerido esto en Campo de guerra al hablar de México como un AnEstado: un Estado que fundamenta su funcionamiento al margen de la ley.
A pesar de los tiempos dramáticos que corren, el gobierno sigue dando muestras de orbitar de espaldas a los habitantes que “representa”. El fiasco de las leyes anticorrupción o, la escandalosa y espeluznante estrategia de los gobernadores salientes de Veracruz, Chihuahua y Quintana Roo por forzar legislaciones que les protejan la espalda tras sus desastrosas y criminales gubernaturas, son sólo dos ejemplos de una larga lista.
Ante semejante escenario, es fundamental tratar de reflexionar acerca del sentido de lo que decimos, y por lo tanto, de lo que pensamos, porque sólo así podremos construir discursos que nos permitan acceder a realidades diferentes.
LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE DIEGO RABASA: LA INFAMIA QUE NO CESA
En su magistral ensayo “Fe y razón”, Roberto Calasso refiere la siguiente anécdota: «lo que nuestro mundo requiere con urgencia es aquella operación que, según Confucio, debería anteceder a cualquier otra: la rectificación de los nombres. Como se lee en sus Dichos: “Una vez un discípulo le preguntó: ‘Si un rey un día os encargara un territorio para gobernarlo según vuestras ideas, ¿qué haríais en primer lugar?’. Confucio contestó: ‘Rectificaría los nombres’”. Y luego le explicó a su desconcertado discípulo: si los nombres no son correctos, si no corresponden a la realidad, el lenguaje no tiene objeto. Si el lenguaje no tiene objeto, la acción se vuelve imposible −y así todos los asuntos humanos se disgregan y administrarlos llega a ser fútil e imposible. Por lo tanto, la primera tarea de un verdadero hombre de Estado es la de rectificar los nombres».
Ya desde la publicación de 1984, Orwell anticipaba la forma en la que la manipulación del lenguaje podía ser artífice de regímenes criminales. La necesidad de dotar a las palabras de un verdadero sentido es esencial para poder establecer una de las formas de resistencia y de combate más importantes y eficaces que existen: el pensamiento.