Un amigo periodista se va del país después de una estancia de casi un lustro. Durante su corresponsalía en México le tocó atravesar prácticamente todo el territorio y cubrió algunos de los eventos políticos y sociales más importantes del sexenio de Peña Nieto. Además de las conclusiones favorables un tanto inevitables que despierta México ante los extranjeros (hospitalidad, geografía, gastronomía), dos cosas me quedaron retumbando en la cabeza tras escuchar el resumen de su estancia: la primera fue el desazón que le produjo presenciar la inacción política a la que conduce la tremenda polarización (¿fractura?) social que hay. La otra conclusión que me transmitió fue que deja México con la moral agotada. Los cálculos más optimistas, sugieren que en las primeras marchas tras la desaparición de los 43 estudiantes participaron cerca de 200 mil personas. Una cantidad semejante a la que convocó Roger Waters al Zócalo de la ciudad, por ejemplo, el sábado pasado. ¿Cómo es posible, se preguntaba él, que no hayan sido millones en todo el país los que hayan salido a protestar? Esta falta de participación conduce a la desmoralización que experimenta mi amigo: ante la ausencia de verdaderos mecanismos de presión y exigencia sociales, los crímenes quedan sin esclarecerse y, por supuesto, los autores sin sufrir responsabilidad alguna por sus actos.
Lejos de la ansiada reacción ante el desastre frente a nosotros, semana a semana vemos cómo siguen alimentándose los escándalos de corrupción de pillos consumados en distintos niveles del gobierno federal y los gobiernos locales, tenemos que soportar millonarias condonaciones fiscales a empresarios mientras que el ciudadano de a pie es acosado por Hacienda hasta a través de su teléfono celular, las grandes tragedias del sexenio siguen sin resolverse y algunos de los actores más polémicos involucrados en ellas son premiados con puestos nuevos en el gobierno federal.
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La conclusión a la que llegamos tras horas de charla fue que el segmento que tiene realmente posibilidades de manifestar descontento e intentar oponer cierta resistencia es realmente pequeño. Una gran franja de la población está demasiado ocupada sobreviviendo en el día a día como para permitirse dedicar energía a la protesta o la vinculación social. Otra franja de la población está muy ocupada saqueando al país y enriqueciéndose a través del crimen organizado o de prácticas corporativas sociopáticas. Queda un reducto pequeño de una población que tiene la supervivencia más o menos garantizada y que no pertenece a los círculos rapaces de poder y dinero que dominan el país.
Durante una de sus millonarias campañas de publicidad, el gobierno federal utilizó el slogan “Sí se puede” para “promocionar sus logros”. El slogan ha resultado ser más representativo de lo que pudieron imaginar los “creativos” que la acuñaron. Se ha transformado en una especie de funesta profecía que invoca uno de los grandes rasgos del sexenio en curso: la impunidad. Sí se puede mentir, estafar, manipular una y otra vez, sin tener que rendirle cuentas a nadie. Acaso, veía él con ánimo de levantar el ánimo lóbrego de la charla, debemos tener esperanza de que se gesten movimientos como las comisiones para la verdad que han surgido después de régimenes totalitarios en distintas partes del mundo. Por lo pronto, los afanes esperanzadores que encierra la frase “sí se puede” son aplicables sólo a aquellos montados sobre la estela del colapso estatal y social en el que nos encontramos.