Soy uno de los sobrevivientes de la más reciente pandemia de influenza H1. «Vacúnate, mijito, acuérdate que ya casi tienes 40 años.» Cuántas veces retumbaron en esas dos noches de fiebre árida, de dolores musculares apocalípticos, aquellas palabras en mi cabeza. En la semana de reclusión y meditación forzada, tuve tiempo para hacer un desfile de los rostros y las situaciones a las que me enfrenté en los días previos a que el virus me utilizara como motel de paso. Tenía que encontrar al culpable, tanto malestar sólo podía ser aliviado a partir del delirio resentido, de un clamor de venganza asesino que fungiera como catársis para el hervidero de jodidez en el que se había transformado ese «templo divino» (Gaby Vargas dixit) que tengo por puerco. Enfermas, enfermos a diestra y siniestra, ojos rojos, rostros temblorosos, semblantes inciertos por doquier: las pesquisas se tornaban arduas.
De pronto, en medio del delirio provocado por lo único que en este país va al alza entre los habitantes, la temperatura interior, en esa zona intersticial de la mente que es la duermevela, donde las compuertas del inconsciente se izan y por unos leves momentos la conciencia puede regodearse, aterrorizarse, zambullirse y jactarse con los zombies, recuerdos deformes, deseos truncados y demás fauna silvestre que compone el ático de eso que con irresponsable certeza hacemos llamar Yo, lo encontré: fue en la Feria del Libro del Palacio de Minería, fue en el salón de firmas mientras Lydia Cacho firmaba ejemplares de su libro En busca de Kayla, fue uno de los escritores más conocidos de este país. Recuerdo haber perdido la atención ante las siempre elocuentes palabras de mi interlocutor, buscando la forma de activar el limpiaparabrisas de la cara ante la galopante incontinencia salival del perorante frente a mí. Por si fuera poco, su discurso era sólo interrumpido para alternar su muñeca y sendos sorbidos (snorttt) para limpiarse los mocos. Creo que habría salido mejor librado si hubiéramos compartido aguja después de picarnos con heroína: mi suerte estaba echada.
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Mi recuperación sobrevino sin más contratiempos que la frustración de sentirme Murillo Karam en los días en los que fui incapaz de encontrar aquello que mi cuerpo demandaba sin tregua, el Tamiflú. Finalmente mi mujer, una vez más, sacó percha ante la incompetencia de su cónyuge y conseguimos el ansiado antiviral. No obstante, ahora que he lentamente regresado a la “normalidad” en la que vivimos, me he dado cuenta que el virus me dejó algo más que anticuerpos como herencia: me he convertido en un obseso detector de gérmenes en el entorno. No me voy a poner cajas de kleenex en los pies como el señor Burns cuando enloquece tras abrir su casino, no pienso acumular frascos de orines como El Aviador Howard Hughes, pero mi de por sí precaria capacidad para el goce cotidiano, ha sufrido una estocada posiblemente fatal: no puedo salir a la calle sin ver hombres y mujeres convertidos en una matriz de bola esperando el mechero de bunsen que combustione su modo de contagio. A partir de entonces he tenido que reconfigurar las demandas que como ciudadano pienso exigir a nuestro gobierno. Antes pensaba, ingenuamente, que el cinismo, la corrupción, la violencia, el abuso permanente, debían suponer mi clamor principal. Ahora creo que es imperativo que nos enfrasquemos en una campaña ciudadana para detener la impunidad con la que se ejerce, con dolo, estoy seguro, el moco como arma para minar sistemática y consistentemente el tejido social. Está en todas partes: en el Metrobús la señora que “olvidó” su pañuelo y usa en vez una tenaza con sus dedos índice y pulgar, el oficinista trasnochado que ha aprendido a estornudar sin despertarse o soltar su mano del pasamanos, el gamberro que acompaña el insportable decibel de su voz con una catarata de saliva, vamos, está hasta el policía de tránisto que se recarga en la ventanilla del coche para darte indicaciones mientras ahoga sus palabras en burbujas de moco que le salen por la nariz. Todos ellos, todas ellas están ahí, esparciendo su virus, condenando a pobres feligreses como yo a días en el purgatorio, a noches del más oscuro e insoslayable enfrentamiento con los horrores que nos habitan. Sí, es cierto, Javier Duarte debe de ir a la cárcel, y tras de él todos los gobernadores, servidores públicos y empresarios que han esquilmado hasta la inanición a este país, pero tenemos un asunto pendiente antes: terminar con la flagrante e incontenible impunidad del moco y su perversa campaña antirevolucionaria de diezmo poblacional.