“…lo uno, movido de su lugar, es lo otro, y lo otro, a su lugar devuelto, lo uno”.
Heráclito
De las múltiples actividades que me generan angustia, la que practico con mayor frecuencia es mudarme de casa. Aunque mi tendencia natural es quedarme para siempre en un mismo sitio, las circunstancias externas (las alzas en la renta, los cambios de trabajo, de país, las separaciones y los arrejuntamientos) me han obligado a mudarme tanto que llevo en mi historial un código postal por cada año y medio de mi vida, promediándole. Habrá quien se mude mucho más, seguramente, pero para mí esto ya es un exceso.
Dada mi natural tendencia a acumular pendejadas (folletos de museos, cajas de zapatos o algo de fierro viejo que venda) cada mudanza me enfrenta a mi propia compulsión de rodearme de basura, y la sola idea de decidir (el terrible “¿me lo quedo o lo tiro?”) me provoca una ansiedad que sólo se me quita bebiendo cerveza y fingiendo que no pasa nada: que no me tengo que mudar, que no tengo que decidir, que no existe otra casa que este cuerpo enclenque que la vida me ha dado en préstamo. Resultado: el último día, en el último minuto de la última hora meto todo lo que encuentro en una caja gigante y lo abandono en la calle, sin tamizado previo, sin decidir, sin mirar atrás. Primero viene el alivio: la sensación de ligereza, de no necesitar nada, de ser un ave migratoria que sólo necesita sus alas y el viento. Luego llegan, naturalmente, los arrepentimientos (“debí guardar aquel folleto”), las acusaciones (“¿por qué me tiraste mi caja de zapatos?”) y la compensación desmesurada (“mira, encontré media tonelada de algo de fierro viejo que venda y me la traje”).
LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE DANIEL SALDAÑA: EL DF HA MUERTO
Por si lo perdido fuera poco, lo conservado también muda al mudarse. Como bien dice Heráclito en la cita que abre estas líneas: lo uno es otro en otro lado. El librero cuyo lugar exacto calculaste durante varias semanas aparece de pronto como un armatoste, ilocalizable, estorboso en mitad de la nueva sala. Bajo la luz distinta cambian las cosas, y también uno cambia: hay una promesa de renovación espiritual en toda mudanza que entraña un riesgo. Como yo en general sólo cambio por degradación —es decir, yendo a peor—, cada mudanza exacerba mis manías, agudiza mis dolencias y me siembra un nuevo tic en la complicada coreografía de espasmos que ya es de por sí mi jeta cuando estoy nervioso.
Pese a todo lo anterior, hay un aspecto de la mudanza que tiene su atractivo. La sensación de descubrir los nuevos ruidos de una casa, las nuevas marcas en el piso o las paredes. La emoción de comer sentado sobre cajas —esa especie de camping en que se convierte de pronto la rutina—. Los paseos atentos para descubrir los mejores tacos del nuevo emplazamiento. ¿Compensan todas estas virtudes el molesto espectáculo de decidir qué hacer con el cuadro (1 x 1.5 metros) que te regaló una exnovia de infausto recuerdo? Probablemente no, pero qué carajos le hacemos. Ya nos lo advirtió Nezahualcóyotl: nada es para siempre en la tierra: sólo un poco aquí.