Debo decir que muy rara vez me siento enganchado, como un adicto, al desarrollo de una noticia. Prefiero los análisis mesurados del día siguiente, y los recuentos completos en las notas de periódico, al ruido a veces confuso y siempre exaltado de las redes sociales. Pero en los últimos días no he podido dormir siquiera, temeroso de perderme un solo detalle de lo que he dado en llamar el acabose: el espectáculo de la debacle política, final e irrefrenable, de la presidencia de Enrique Peña Nieto.
Cuando el 30 de agosto, a las 21:38, la cuenta de Twitter de la Presidencia de la República anunció que el presidente Peña Nieto recibiría a Donald Trump, pensé por un momento que se trataba de una broma macabra, o que quizás alguien había retuiteado una cuenta falsa que buscaba esparcir noticias apócrifas en las redes sociales, como sucede todo el tiempo. Mi reacción, luego supe, fue la de millones de mexicanos más, e incluso la de millones de personas de cualquier nacionalidad alrededor del mundo.
No era fácil digerir un giro como ese, que parecía inventado por un comediante satírico o por un profeta en metanfetaminas: ¿Había invitado el presidente de México a tomar el té al individuo que se ha hecho mundialmente famoso por sus propuestas fascistas contra los mexicanos? La pregunta resonó en las redes, repetida por miles, con una nota de incredulidad. La respuesta llegó desde la cuenta de Twitter de EPN una hora más tarde, confirmando que había invitado a Trump para “conversar sobre la relación bilateral”.
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Hay analistas y politólogos harto más enterados que yo y no tiene caso abundar sobre lo obvio: lo que hizo EPN es probablemente la mayor pifia en las relaciones exteriores de México de la que se tenga registro en las últimas décadas. Tampoco puedo ponerme aquí a desgranar el fenómeno de humillación colectiva y ridículo nacional que se desató a raíz de aquello. Me toca pensar, en cambio, en mi reacción personal a todo esto, porque soy un escritor y no un conferencista, y porque no sé mirar para otro lado que no sea hacia mí mismo.
La noche del 31 al 1º de septiembre me costó mucho dormir, dormí poco y tuve pesadillas. Tenía razones personales para estar de buenas, pero una obsesión por seguir la noticia del momento me drenaba por completo, me mantenía despierto y en el filo de la incredulidad pasmada. Era una mezcla de fascinación morbosa, de duelo, de enojo que busca el enojo de los otros para sentirse menos yermo. Y era una certeza punzante: que no hay un ápice de razón, empatía, sentido común o vergüenza en nuestros gobernantes. Para mí, después de esa noche, la declaración de Peña Nieto de que invitó a Trump para conversar es inverosímil y absurda ante todo porque, en un sentido ontológico, Peña Nieto no puede tener una conversación con nadie, ni podrá nunca. El lenguaje de los seres humanos le está vedado.