En febrero de 2011, con cierto recelo, abrí una cuenta de Twitter. Antes de eso había descartado la posibilidad de entrar a esa red social, a la que consideraba como un club de bordado para palindromistas célibes o un taller de haikús en emoticonos. Ya tenía suficiente con mi Facebook, cuidadosamente administrado para parecer cool pese a que una tía abuela comentaba todas y cada una de mis publicaciones. Por supuesto, el efecto fue inmediato y abrasivo, como sucede siempre con las contradicciones a cuyos brazos me arrojo: me obsesioné con Twitter y caí presa de su embrujo en unos pocos días. Perpetré palíndromos. Tercié con signos de admiración en las más chatas polémicas. Tuiteé a diestra y siniestra, a mansalva, a manos llenas, a espuertas.
Al poco tiempo de abrir mi cuenta, reunido en la sala de mi departamento con Óscar de Pablo, nos dimos cuenta de que platicábamos con hashtags y la mayoría de nuestras alocuciones eran de menos de 140 caracteres. Algunos de los tuits que fui emitiendo se filtraron a mi libro de poemas, mientras que muchos chistes bobos que había en mis poemas se contentaron con ser tuits y me ahorré la vergüenza de ponerles colofón. Acontecimientos que, hasta entonces, me tenían totalmente sin cuidado se volvieron de pronto centrales en mi vida, sólo porque era divertido seguirlos en Twitter. Me pasó con las olimpiadas, el mundial y la entrega de los Óscar: eventos todos ellos que en realidad me valen tres hectáreas cúbicas de ñonga, por decirlo finamente.
Por supuesto, terminé por cerrar mi Facebook, para gran desconsuelo de mi tía abuela.
Gracias a Twitter, la actualidad cobró una relevancia en mi vida que nunca antes había tenido. Para alguien que se enteró cuatro años tarde de la muerte de Kurt Cobain, seguir en vivo la segunda o tercera captura del Chapo fue la cúspide del fervor noticioso.
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Twitter me acompañó en momentos variados e importantes de mi vida: viajes, publicaciones, rupturas y enamoramientos. Si durante esos años hubiera tenido un hijo, seguro le habría enmarcado una impresión de los trending topics del día de su nacimiento, para que al hacerse adulto estuviera al tanto de la perenne estulticia que nos rodea y nos seguirá rodeando.
Hace 12 días cerré mi cuenta de Twitter. Aferré la mano de mi esposa que me dio apoyo moral mientras pulsaba “Desactivar cuenta”. Una lágrima se deslizó mejilla abajo, reflejando el mundo en su tensión convexa. Fue casi como desconectar a un pariente más o menos cercano. Pero tenía que hacerlo: desde hace un tiempo, Twitter me inspiraba una paranoia infinita. Estaba harto de recibir respuestas hostiles desde cuentas con huevos en el perfil, de imaginar alusiones veladas, de ansiar y temer el timeline nuestro de cada día. Estaba harto, sobre todo, de vivir enganchado a Twitter con la misma dedicación que otros procuran a la heroína o las apuestas en carreras de roedores gigantes.
Tras un par de días con síndrome de abstinencia sobrevino el alivio, luego una nueva oleada de angustia y finalmente una gripa. Al final del túnel de la gripa atisbé la luz de una nueva etapa. Como los tipos que escapan a una secta religiosa suicida pero siguen teniendo jeta de iluminados, llevo en el mundo postTwitter una existencia vicaria: soy el triste avatar, en carne y hueso, de una cuenta que ya no existe.