La mañana de 9 de noviembre de 2016 se operó una suerte de inversión del célebre inicio de la Metamorfosis de Kafka: al despertarnos, vimos al mundo transformado en un asqueroso insecto. Un bicho irreconocible y amenazante que llevaba un tiempo en estado larvario y de pronto eclosionó, con tenazas y alas y miles de ojos, frente a nuestras pasmadas jetas.
“Donald Trump es el presidente del país más poderoso del mundo”. La frase misma suena como sacada de un cómic irónico y conspiratorio de los años noventa. Ahora el mega villano invertirá una fortuna en perseguir y erradicar mexicanos con drones anfibios y otros inventos del Departamento de Defensa que terminarán por venderse en los Walmart, para que la masa enfurecida de granjeros pueda saciar su propia sed de linchamiento.
Desde el 9 de noviembre de 2016 todo es imaginable: podemos fantasear con retorcidas humillaciones, miseria y destrucción a escala global sin demasiado riesgo de equivocarnos nunca. Todo lo malo que pueda pasar, pasará en algún momento. Hemos entrado oficialmente al futuro distópico —un territorio de la ficción súbitamente expropiado por la realidad mediante el voto de 60 millones de psicópatas. Casi puedo imaginarme, en la pantalla de la mente de cada uno de esos votantes, la parpadeante advertencia luminosa al depositar su voto en la urna: “¡Exterminar! Exterminar!”.
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De todo lo que he leído respecto al triunfo de Trump, creo que la reflexión de Judith Butler es la que más ha sacudido: “Trump ha desatado una ira que estaba contenida contra el feminismo, visto como una policía censora; contra el multiculturalismo, visto como una amenaza a los privilegios blancos y contra los migrantes, vistos como amenaza a la seguridad (…) En un mundo que cada vez más frecuentemente es caracterizado como postracial y postfeminista, ahora vemos cómo la misoginia y el racismo anulan el juicio y el compromiso con metas democráticas e inclusivas —son pasiones sádicas, resentidas y destructivas que mueven a nuestro país.”
Del mismo modo en que los retrovisores advierten al conductor de que los objetos están más cerca de lo que aparentan, Nueva York y California debería tener un aviso parecido cada dos calles: “Las sociedades son más retrógradas de lo que aparentan”. Y Hillary debería tatuarse un lema parecido en el brazo, como cuando el futbolista chileno Mauricio Pinilla se tatuó el disparo a portería que falló y con el que pudo haber eliminado a Brasil de su mundial.
El 9 de noviembre de 2016 Estados Unidos amaneció convertido en el retablo central de El carro de heno, tríptico de Hieronymus Bosch: una turba de palurdos asesinos que creen vivir bajo la atenta mirada de dios.