Esta semana se presentó en la Ciudad de México Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas), el más reciente título de Valeria Luiselli. El cambio de tono y tema con respecto a su primer libro de ensayos (Papeles falsos), así como con respecto a las dos novelas que le siguieron (Los ingrávidos y La historia de mis dientes) es muy llamativo.
A pesar de algunas yermas discusiones en torno al asunto, en México parece haber triunfado la idea de que el ensayo literario es una sola cosa: el recuento de anécdotas personales más o menos inocuas salpimentado con citas culteranas. La fórmula, proveniente de una lectura deslactosada de Montaigne, se ha perpetuado en innúmeros talleres y ha terminado por resultar un poco cansina. Por eso es reconfortante que un libro como Los niños perdidos asuma el ensayo desde otro ángulo, más involucrado con la realidad, más cercano al periodismo (sin serlo), más valiente en su apuesta.
Luiselli parte de experiencias personales, pero no cae en el regodeo autobiográfico ni pierde de vista a los verdaderos protagonistas de su libro: los niños migrantes centroamericanos. Siguiendo el cuestionario de 40 preguntas que se les hace a los menores que solicitan estatus de asilo en la corte migratoria de Nueva York, Luiselli reconstruye la historia de estos niños que, tras huir de la violencia que impera en sus países de origen y sobrevivir a la proeza de atravesar México, llegan finalmente a los Estados Unidos. Luiselli trabajó como traductora voluntaria en dicha corte, durante la crisis migratoria de 2014. Los niños perdidos desliza una reflexión sobre traducción y traducibilidad que se aleja de las divagaciones teóricas más habituales en torno al tema, para confrontarnos con un mundo más urgente, en el que la experiencia de lo intraducible tiene consecuencias vitales, no contemplativas.
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La prosa de Luiselli cambia radicalmente, adaptándose a cada proyecto que emprende. Esa maleabilidad del lenguaje habla de una inteligencia verbal poco corriente. Tras el despliegue de juego, velocidad y sentido del humor un tanto delirante que puso en marcha en La historia de mis dientes, la autora se repliega aquí hacia un tono transparente y un registro mucho más directo.
Valeria es mi amiga y no pretendo hacer una reseña objetiva de su obra —no podría—. Pero sí puedo decir que cada libro suyo me sorprende y elude mis expectativas. Después del éxito cosechado por Los ingrávidos hubiera sido relativamente sencillo acomodarse en un registro conocido y explotar sus posibilidades durante años. En vez de eso, Luiselli ha elegido la vía más difícil: buscar el riesgo y escribir un libro muy distinto cada vez. Si bien su novela anterior tenía, en tanto ejercicio de arte contemporáneo, un planteamiento político también, en Los niños perdidos el asunto es abordado sin tanto retruécano, con una honestidad que no es ingenua y que no pretende ocultar ni presumir el punto de vista desde el que se habla. Creo que se trata de un libro sutil y necesario, y que este giro en la poética de Luiselli, una vez más, llega a buen puerto.