Hace dos semanas murió Umberto Eco, y la reacción en las redes sociales fue casi como la que generó la muerte de García Márquez. No pienso disputar a nadie su derecho a dolerse por la muerte de un autor que fue importante en su vida, desde luego; la lectura crea vínculos muy personales y no encuentro ahorita el sentimiento de superioridad necesario para criticarlos. Pero lo cierto es que el 19 de febrero no dediqué demasiado luto a Umberto Eco porque un día antes murió la escritora puertorriqueña Rosario Ferré (1938-2016), a quien precisamente había estado releyendo en las semanas previas.
No debe extrañar que el fallecimiento de Ferré pasara más o menos desapercibido: no fue una escritora que recibiera un reconocimiento masivo, pese a merecerlo. Lo cierto es que en América Latina predomina un machismo ambiental generalizado y es raro que una autora despierte los entusiasmos hiperbólicos que se le reserva a los escritores hombres. Por muy estúpida que resulte, está más o menos extendida la superstición de que la literatura escrita por mujeres es también escrita exclusivamente para mujeres, y no es extraño encontrar romos intelectuales, por todo el mundo hispano, que desprecian a autoras imprescindibles porque, sin haberlas leído con atención, deciden que son “demasiado sentimentales”, “dramáticas” u otros atributos por el estilo, que suelen encerrar la implicación de que son menos “racionales” que los escritores hombres. (Alguien debería hacer una antología de los juicios altaneros que se enarbolan para descartar a una poeta como Alejandra Pizarnik, por ejemplo).
Rosario Ferré no recibió el Cervantes ni el Premio FIL de Lenguas Romances, ni muchos otros reconocimientos que, en mi opinión, mereció sobradamente desde la publicación de Papeles de Pandora en 1976. Y no recibió esos reconocimientos, creo yo, porque su literatura es feminista y la gente que concede esos premios (es decir, el establishment literario hispano) fue uno de los blancos contra los que Ferré lanzó los dardos más afilados y geniales de su literatura. Ferré cuestiona el consenso patriarcal de la realidad y denuncia —con una inteligencia feroz, a través del relato fantástico— la violencia que los hombres ejercen sobre las mujeres en lo económico, lo cultural, lo político.
Basta leer su clásico cuento “La muñeca menor” para comprender la grandeza de esta autora. Se trata de un cuento muy inquietante, en el que, como bien apunta María Negroni (en un ensayo que le dedica, dentro de su libro Galería fantástica), “quizá lo más curioso es el modo en que se entreveran las cuestiones de clase y género, desalentando una interpretación simplista”.
“La muñeca menor” de Ferré recuerda un poco, tangencialmente, a “La muñeca reina” de Carlos Fuentes, y casi podría parecer una suerte de respuesta a éste. Pero en el mexicano el cuento está narrado desde el punto de vista de un hombre, y la objetivación de la mujer es sólo un detalle obviado, la sal y la pimienta del ambiente oscuro del relato, mientras que en la fábula de Ferré saltan a la vista todas las resonancias políticas y sociales de la trama, en todo momento, enriqueciendo el cuento y trascendiendo por completo el género fantástico.
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Papeles de Pandora intercala poemas entre sus cuentos, y en los cuentos mismos la forma nunca está dada por supuesta: cada uno presenta un reto distinto, un cambio de voces, una persona verbal, una estructura diferente. En su novela La casa de la laguna Ferré también viola convenciones y alterna narradores de un modo inusual y exigente. No hay en ella una renuncia al realismo, sino una problematización de lo que éste significa. Su literatura es más experimental que mucha de la narrativa contemporánea, pero lo es de un modo sutil y meditado: la experimentación consiste en asumir que no hay un solo modo de escribir, sino infinitos; que todo puede caber en un cuento o en una novela, sabiendo acomodarlo; que el escritor es un eterno aprendiz.
En un formidable ensayo titulado “La cocina de la escritura”, Ferré cuenta la anécdota de un crítico célebre que, durante un congreso, se le acerca para preguntar, “cargado de insinuación”, si es cierto que escribe cuentos pornográficos. Ella resiste la tentación de insultarlo. “Convencida de que el anciano caballero no era sino un ejemplar de una raza ya casi extinta de críticos abiertamente sexistas, que defienden la literatura como si ésta se tratara de un feudo masculino y privado, decidí olvidarme del asunto, y volver aquel pequeño agravio en mi provecho”. Lamentablemente, y por muy absurdo que parezca, treinta y tantos años después de la publicación de ese ensayo, la raza de críticos sexistas no está ni remotamente extinta; el poco reconocimiento que Ferré recibió en vida es una muestra clara de ello.