Es célebre la entrada del diario de Franz Kafka correspondiente al 2 de agosto de 1914: “Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. En un esfuerzo por imitar la estoica actitud del autor de El Proceso ante el comienzo de la Primera Guerra Mundial, decidí que esta semana, ante la flagrante evidencia de que el mundo —como el peso— está tocando un nuevo mínimo histórico, lo mejor sería ir a nadar, dar ligeros paseos con la música de fondo del apocalipsis, lavar los trastes mientras se desmorona todo alrededor.
Reconozco que no puedo, sin más, darle mute al mundanal ruido o hacer la vista gorda al increíble espectáculo de la degradación humana que pide ser contemplado todo el tiempo. Pero de vez en cuando soy capaz de olvidar, durante algunas horas, el tsunami que hay más allá de mi puerta mediante la eficaz estrategia de fabricarme uno propio en un vaso (jaibolero). Así que para cambiar de tema y no pasar el día obsesionado en la lectura de noticias que sé de antemano desastrosas intenté dedicarme al cuidado de mi hogar, que mucho lo necesita.
Pero he aquí que lo doméstico no me dio la ansiada tregua: tengo ratones en casa. Quien ha tenido ratones sabe que no son cosa fácil. Uno puede pasar varios días investigando en Google cómo deshacerse de ellos, pero al parecer los cabrones tienen mejor wifi y ya leyeron antes esas mismas páginas, porque evaden con notable pericia las más diversas trampas. En mi casa lo intentamos todo: veneno, trampas tradicionales, de plástico, eléctricas, sónicas, de pegamento, amuletos, orines de serpiente, estampitas de santos. Todos estos elementos, repartidos por los rincones, convierten mi departamento en una versión miniatura de un Museo de Arte Contemporáneo, ofreciendo una retrospectiva de algún movimiento oscuro de los años 70. Casi puedo imaginarme a los ratones apreciando cada trampa a cierta distancia y haciendo comentarios esnobs sobre su carácter “rizomático” o saliendo con la idiotez de “eso pudo haberlo pintado mi hija”. Más allá de su potencial estético, sin embargo, el muestrario de trampas no sirvió para un carajo.
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Resignado a vivir en el mismo edificio que los roedores, pensé que en el mejor de los casos podría convencerlos de hacer su vida intramuros: que se queden en el sistema de tuberías y rasquen persistentemente bajo la duela, pero sin molestar mucho. Así que me puse a cubrir cada mísero hoyito por el que pensé que cabrían con una especie de estopa metálica que según los expertos resulta infalible. Todavía no sé si dará resultado —lo más probable es que no—, pero al menos encontré una actividad más o menos inocua para poder escribir, en la entrada de hoy de mi diario: “Donald Trump asumió la presidencia del país más poderoso del mundo. Por la tarde combatí a los ratones”.