Vivo en Montreal, en la provincia de Quebec. Desde que estoy aquí, me ha sorprendido la integración multicultural y plurirreligiosa de la ciudad y, si bien es verdad que tal integración es menos acusada y notoria en ciudades o pueblos más pequeños y menos cosmopolitas, creo que existe el consenso de que, en general, Canadá es un buen modelo en ese terreno, así sea por comparación con la mucho más conflictiva realidad que prevalece al sur de su frontera.
Desde luego, Canadá dista de ser un paraíso. El hecho de que el primer ministro Justin Trudeau llore frente a las cámaras cuando escucha la historia de un refugiado sirio, que haya integrado un gabinete culturalmente diverso, que se declare feminista, que presuma su tatuaje de diseño indígena o sonría en una foto abrazando dos pandas bebés no quita que simultáneamente apoye el fracking y la construcción de oleoductos que contaminan el agua de los pueblos indígenas (comunidades económicamente oprimidas, con índices alarmantes de suicidio y alcoholismo), que promueva la venta de armas a regímenes misóginos y asesinos y que, lejos de cumplir su promesa de legalizar la marihuana, se incremente la persecución policial de tal droga.
Con todo, la salud de la convivencia multicultural en suelo canadiense parecía ser un hecho indiscutible, salvo fricciones de menor envergadura, hasta el pasado domingo. El atentado terrorista en una mezquita de la ciudad de Quebec ha conmocionado a la población y ha representado una “primera vez” devastadora en varios sentidos.
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Por ejemplo, la cobertura mediática. Hasta hace poco, ante un atentado de esta naturaleza los medios locales evitaban difundir la identidad y los motivos de los sospechosos, para no incentivar el linchamiento mediático ni visibilizar al verdugo en detrimento de las víctimas. En el caso del franco-canadiense que ha asumido responsabilidad por la matanza de la mezquita, esa antigua mesura mediática parece haber sido reemplazada por la habitual voracidad del estilo noticioso estadounidense (a pesar de que Trudeau criticó abiertamente a Fox News por difundir información tendenciosa sobre un segundo sospechoso de origen magrebí), para gran desconcierto de la población.
El atentado de Quebec ha forzado a los canadienses a aceptar que el racismo, la xenofobia y las ilusiones totalitarias también existen y son muy reales en su territorio, y que no es suficiente declararse un país “refugee friendly” para acabar con tales fantasmas. Del mismo modo que el atentado de la Escuela Politécnica de Montreal en 1989 (el mayor ataque en la historia reciente de Canadá, perpetrado por un misógino que asesinó a 14 mujeres) obligó a los canadienses a tener una conversación más abierta y una actitud más activa en temas de igualdad de género y violencia machista, el atentado de Quebec debe poner sobre la mesa una discusión sobre el racismo que vaya más allá de las fotografías y las declaraciones mediáticas de un primer ministro que parece demasiado centrado en el branding de su buena onda.