Me he acostumbrado a dar respuestas pretenciosas y predecibles cuando me preguntan por qué empecé a escribir: explico que una cierta fascinación por la musicalidad de las palabras, más que su sentido, me llevó a querer jugar con mis primeros versos; o pongo aire solemne al declarar que mi vocación estalló con la adolescencia, como un subproducto del incremento repentino en mi carga hormonal; o despacho sin más el asunto diciendo que empecé a escribir para quejarme del mundo. Pero hace poco, en un ejercicio de sinceridad y memoria que debí haber puesto en marcha hace años, descubrí la verdadera razón por la que comencé a pergeñar ingenuos poemitas y relatos, a los 11 o 12 años: alguien me regaló un cuaderno bonito.
Ese primer cuaderno era estrecho, de unos ocho centímetros de ancho. Sus hojas eran oscuras, probablemente de papel reciclado, y tenían un penetrante olor a vinagre que me provocaba un placer perverso, no sé por qué. El cartoncillo del forro era de un gris oscuro, casi negro, y la portada exhibía una imagen como de libro antiguo en la que se veía una jirafa estirando el cuello para comer hojas.
Casi de inmediato me entró una especie de prisa por llenar todas las páginas del cuaderno, hasta la última, y como el papel era poco propicio para el dibujo, me puse a escribir en ellas. Pero cuando había llenado unas tres cuartas partes, cometí el error de releer lo primero que había escrito, y me pareció tan espantoso que tuve que abandonar de inmediato el cuaderno, dejando vacías las últimas hojas. No podía seguir escribiendo en el mismo soporte en el que estaban las aberraciones, las boberías de las primeras páginas. Empecé, pues, otro cuaderno, el segundo: uno mucho más grande, de tapas más gruesas y coloridas, con las hojas de un blanco brillante. Y una vez más escribí en él hasta que lo escrito en las penúltimas páginas me pareció insoportablemente distinto a lo que había en las primeras, y tuve que abandonarlo.
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21 años y muchos cuadernos después me sigue pasando exactamente lo mismo. Llenar cuaderno tras cuaderno con mi caligrafía de arácnido aplastado resultó ser la manera más eficaz de cambiar, de tomar distancia con respecto al que era cuando comencé, en el margen superior izquierdo de la primera página, a calafatear apuntes. Convencido de que si escribo lo suficiente llegaré a alcanzarme —a llenar todas las páginas del cuaderno sin sentirme decepcionado de las primeras—, me persigo entre pulpa de los más diversos gramajes, por entre encuadernados japoneses o de espiral metálica, cosidos o engrapados, de forma francesa o italiana, tamaño A4 o formato de bolsillo.
Durante los últimos dos años, a esa frenética manía de llenar cuadernos sumé el ejercicio de anotar también aquí, en las páginas o las URL de Máspormás, algunas de las cosas que (se) me iban ocurriendo. Con esta columna termino este cuaderno, agradecido por el espacio que el periódico me dio y por la paciencia de los lectores que acompañaron y atestiguaron, quincena a quincena, este proceso de dejar de parecerme a mí mismo.