Cada tanto me sobreviene un ataque de paranoia cibernética. Convengamos en que son ataques justificados: nos espían corporaciones y gobiernos que básicamente llevan un puntual registro de todo lo que pensamos en voz alta y todo lo que googleamos de madrugada. Pero durante esos accesos de delirio persecutorio entro a las redes sociales y de pronto creo advertir agentes del Maligno en los más insulsos bots de Twitter. Hay hombres de gris con avatares de huevo, y ellos son la versión 2.0 del Gran Hermano: un ejército de anónimos troles prestos a robarte la identidad y convertirla en meme.
En los tiempos más locos e ingenuos del internet yo naufragaba por la red sin miedos ni angustias durante largas jornadas de apacible ocio. Ahora no puedo ver ni ver pornografía sin el sombrío pensamiento de que alguien toma nota de mis búsquedas más osadas en un expediente que pueden comprar gobiernos ávidos por deportarme o grupos profesionales de la extorsión online. No digo que yo tenga mucho que esconder, y tampoco creo que a nadie le interese mi vida en particular, simplemente sucede que todo se vigila y se mide y la información es una mercancía más. Que el padrón electoral de los mexicanos estuviera colgado en Amazon —como si fuera un libro de Corín Tellado, un vestido talla XXL con la jeta de Trump estampada o un vibrador de cinco velocidades— es sólo un ejemplo de que fundamentalmente ya valimos madres: también debe de andar flotando “en las tenues holandas de la nube” (Gorostiza dixit) un archivo de varios teravatios con cada mail rencoroso que le escribiste a tu expareja, cada foto de tu viaje a Acapulco (sí, también esas) y cada número de tarjeta de crédito que has tenido desde 1999 —por ejemplo—.
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Desde luego, no tengo la disciplina ni la memoria para cambiar mis contraseñas cada 15 días, ni para usar sistemas de encriptado como si fuera Snowden cada vez que mando un emoji de caquita para quejarme del clima. Pero quizás debería empezar a hacerlo.
Tanto miedo como las corporaciones y los gobiernos que nos espían me dan los lobos solitarios de la web, esos profesionales del odio que se ensañan con una persona y dedican varias horas de su vida a tratar de joderla. Nunca he sido tímido para bloquear a la gente en Twitter: me da angustia la idea de que uno de esos troles decida invertir un poco más en mi caso y proceda a hackear mis cuentas de todo y a darle un uso malévolo a mi información personal —cuál pueda ser tal uso, se me escapa—.
Se cierne sobre las redes una época oscura. Atrás quedaron los años dichosos en los que uno podía relajarse en internet como si fuera un jacuzzi. Hoy en día la famosa “tuiteratura” es ya sólo una ingenuidad de cuarentones. La paranoia cibernética acaba con todo.