Durante buena parte de mi infancia viví en Cuernavaca, cosechando mangos a pedradas. Me movía con cierta libertad por las calles castigadas por el sol, con un conocimiento ejemplar del críptico sistema de las Rutas —medio de transporte público que Google Maps no registra ni registrará nunca—. No voy a decir aquí, idealizando mi pasado, que era una ciudad soñada: en Cuernavaca siempre hubo más secuestradores que lectores. Pero hace dos días volví a la ciudad de la eterna primavera y su estado actual supera los más sórdidos pronósticos.
Para empezar: no hay manera de que todos esos malls y supermercados sean necesarios. Hay uno cada dos cuadras, y cada uno es del tamaño de la rapacidad de los políticos locales. Hay zonas enteras de la ciudad que ya sólo están conectadas a través de enormes estacionamientos de supermercado. Si en algún momento fue posible, en Cuernavaca, replicar el cuento de El nadador, de John Cheever, atravesando barrios enteros de una alberca a otra, hoy sería posible hacer una versión del célebre relato en la que el protagonista le dé la vuelta a la ciudad entera a través de pasillos del súper. Para cuando vuelva a su punto de origen, el cansado personaje habrá perdido la ilusión de vivir, pero tendrá varias tarjetas de puntos pertenecientes al consorcio Costco.
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Los supermercados de Cuernavaca, claro, tienen una vida breve: ya se pueden encontrar varias moles sin un alma, con puestos y más puestos de cables para celular de ínfima calidad en donde antes hubo glamurosas boutiques. Como los hoteles en Cancún, los malls morelenses funcionan por un sistema de depredación aguda: basta con que den beneficios durante cuatro o cinco años para que los inversionistas se den por satisfechos; luego dejan la ruina al acaso de una economía enferma y se van a levantar otro elefante blanco 20 metros más allá.
Tras deglutir el histórico Casino de la Selva, el sistema de malls siguió creciendo como una plaga o un cáncer. Ahora, las banquetas y el espacio público en Cuernavaca son figuras mitológicas. Hasta los pájaros trinan en jingle. Ayer presencié el encuentro casual de dos amigos en un pasillo del supermercado (adonde acudí persiguiendo el fantasma de Malcolm Lowry). Se dieron la mano, se preguntaron por sus familias y compraron cada uno una bolsa gigante de Sabritones. Para una ciudad que en vez de ciudadanos tiene clientes, tener un exfutbolista analfabeta en vez de un alcalde es peccata minuta.
Los malls se ofrecen como único refugio ante las balaceras, los ajusticiamientos y las desapariciones forzadas. Entre sus pirámides de sopas enlatadas, la eterna primavera es un motivo ornamental que no alcanza a esconder el olor a sangre. No es exagerado suponer que por cada mall, Morelos tiene una fosa clandestina. Para los miles de habitantes que no tienen acceso a la paz neón de los supermercados, Cuernavaca es un infierno intransitable.