Una vez, en Trinidad y Tobago, entré a una librería que tenía solamente dos secciones: “Wet books” y “Dry books”. Dos largas mesas eran el único mobiliario de la librería. Sobre la mesa de la derecha se amontonaban libros y más libros perfectamente secos —es decir, como suelen estar los libros—. En la mesa de la izquierda, en cambio, un volumen equivalente de libros se apilaba, pero estos con las páginas onduladas y los lomos vencidos: eran los libros mojados, que salían más baratos.
La imagen de esa librería me ha acompañado durante casi diez años.
Los modos de clasificar libros son infinitos, y las librerías independientes lo saben. En la mítica Strand, en Nueva York, hay una sección de libros que estuvieron prohibidos en algún momento de la historia, además de las mesas temáticas (literatura de viajes, libros que todos aman, clásicos contemporáneos, etc.). Otras librerías independientes aprovechan efemérides para recomendar títulos (hace poco, en Brooklyn, vi una buena mesa de libros sobre padres e hijos, por el día del padre) o proponen mesas con editoriales de menor circulación, o se suben al furor de un evento deportivo con una selección de títulos vagamente relacionados. En la librería Drawn & Quarterly, de Montreal, invitan cada mes a un escritor a seleccionar ocho o diez títulos que le parezcan importantes para el “estante de autor”. Lo más habitual es que cada una de las personas que trabaja en una librería recomiende un libro, a veces razonando o justificando su recomendación con una breve nota. En las ciudades que tienen librerías independientes, uno sabe que el gusto de tal o cual librero se ajusta al gusto propio, y puede confiar en el intermediario.
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En México no sabemos nada de esto, porque han acabado con las librerías independientes. Sólo quedan cadenas (del gobierno, como el FCE; o privadas, como Gandhi) con trabajadores que van y vienen y que podrían vender libros o helados y sus recomendaciones serían igualmente desinformadas. De vez en cuando, nace en la Roma o la Condesa una librería independiente que sólo vende libros de arte, cobrándolos como un riñón (esas librerías que disponen todos sus volúmenes exhibiendo la portada en vez del lomo, y que en realidad son locales para organizar cocteles, más bien). En las librerías chilangas, los libros se clasifican sin imaginación alguna, separando las novedades de todo lo demás y sin buscarle tres pies al gato. Ordenando los libros de manera monótona y aburrida, las cadenas contribuyen a perpetuar la imagen del libro como algo monótono y aburrido.
Como sabía George Perec, la clasificación de los libros no es un asunto sencillo. Según el francés, existen clasificaciones “estables” y “provisorias”, y es importante saber que “ninguna clasificación es satisfactoria en sí misma”. Un buen librero debería intuir estas verdades, y ofrecer un paisaje en constante mutación, que sorprenda al visitante sin hacerle imposible la tarea de encontrar un título. La Ciudad de México, como toda capital cultural y cosmopolita, merece ese tipo de librerías. Es una lástima que no haya más facilidades para que existan.