“El arte del jugo”, por @dkrauze156

Como chef me muero de hambre. Desde que pude encender una estufa y tomar el mango de un sartén, he sido capaz de arruinar hasta las recetas más simples y los platillos más modestos. Jamás he preparado un hot cake que no parezca prueba de Rorschach, ni una quesadilla que no resulte quemada. Es por eso -porque admito mi mediocridad- que desde chico me enfoqué en otra rama culinaria. No diría que carece de uso, pero sí de prestigio. Tanto que ni siquiera tiene nombre: El experto en jugos.

Hasta acá escuché sus risas. Me tiene sin cuidado. La alquimia de frutas es una auténtica ciencia, misma que merece estudio y práctica recurrente. Y dicha práctica no puede llevarse a cabo únicamente frente a nuestra propia licuadora, y menos en un país con la variedad frutal que tiene México.

Para mí, una visita a La Ciudad de Colima, el expendio de fruta y jugo sobre la calle de Horacio en Polanco, me remite a la primera vez que abrí un kit de química a los ocho años. Y durante todo este tiempo que he sido cliente asiduo he aprendido que una buena mezcla consiste en una base líquida y apenas agria, fácilmente proporcionada por un cítrico como la naranja o la mandarina, seguida por un agente espeso y dulce como el mango o el plátano, y culminado por un último ingrediente cuya consistencia y sabor debe ser más fuerte que los anteriores: el kiwi y la maracuyá son mis favoritos.

Este es el coctel clásico, y es así por amable y flexible (admite, además, la inclusión de yogurt, para crear un empalagoso smoothie). Pero como en cualquier otra disciplina, la ciencia del jugo logra sus combinaciones más inesperadas (e inspiradas) gracias al arrojo de alquimistas mucho más talentosos que yo.

Vayan a La Capital, sobre Nuevo León, y echen papila gustativa a lo que ahí preparan esos Rembrandts de la fruta: agua de tamarindo con jalapeño (se requiere de auténtico ingenio para combinar ese sabor, que colinda entre lo amargo y lo dulce, con el revulsivo del picante) y, mejor aún, una celestial agua de horchata con mamey, que se adhiere a los principios que expuse, llevándolos a alturas insospechadas: el líquido de la horchata suaviza la textura del mamey; los dos sabores bailan en el paladar como Ginger Rogers y Fred Astaire.

Hace poco abrió una tienda que merece mención honorífica. Ojo de Agua, en la avenida Amsterdam, tiene menor variedad que Ciudad de Colima, pero sus jugos se preparan al instante, en vez de emerger de tambos. El resultado es mi local favorito de este verano. Y aunque no sé de cocina, me tomo la libertad de recomendar un platillo solido: el sándwich de pavo con jengibre. Con una agüita de tuna, recién exprimida, para llevar.

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(DANIEL KRAUZE)