“El carisma criminal”, por @diegoeosorno

En los días de navidad de 2013 todo era calma en Sinaloa y mientras comía un aguachile en Culiacán, me enteré que la representación gráfica que existe de Jesús Malverde, el santo de los narcos sinaloenses, fue inspirada en la figura del actor y cantante Pedro Infante. Pedro Infante, aunque murió en abril de 1957 en un accidente aéreo, es hasta hoy una de las figuras más veneradas de México. Su peculiar entonación de la canción “Cielito Lindo”, así como su tez aperlada, su cabello castaño y sus ojos casi negros son usados por las agencias de publicidad como prototipo de lo que es “el mexicano”.

Malverde era un bandido que al igual que Pancho Villa, a principios del siglo XX asaltaba familias de hacendados y repartía una parte de su botín entre los pobres. La diferencia es que Malverde murió en 1909 y Villa se sumó después a las filas de la Revolución, lo que le mereció un lugar en la historia oficial. En contraste, por decreto gubernamental, el cadáver de Malverde fue colgado de un árbol hasta que éste cayó y fue sepultado entre piedras por sus seguidores. Cada piedra lanzada sobre los restos era acompañada por un deseo, que muchos aseguran era cumplido. Con el paso del tiempo, esa tumba se convirtió en centro de un culto que creció tanto que uno de sus devotos, Eligio González, decidió construirle una capilla. Cuando sucedió esto, el capellán se dio cuenta de que no existía una imagen de su santo que pudiera ser venerada y en 1983, aconsejado por algunos amigos, decidió ir con un yesero a pedirle que creara la imagen de Malverde basándose en una fotografía de Pedro Infante, de tal forma que el rostro del santo de los narcos sinaloenses está inspirado en el del actor mexicano más carismático que ha existido.

Esta historia, que tiene otros detalles muy interesantes, me la contó Juan Millán, el poderoso ex gobernador de Sinaloa, quien dice que es seguidor de Pedro Infante, pero no de Malverde.

Malverde es visto como un villano por la Iglesia Católica, aunque eso no impide que miles de devotos católicos -no necesariamente ligados al narco- lo consideren un héroe. Esta contradicción podría aplicarse también a lo que genera la figura de Joaquín Guzmán Loera, quien es uno de los mayores narcotraficantes del planeta pero en su tierra natal es idolatrado incluso ahora que ha caído en desgracia. Tanta fascinación hay por “El Chapo” que casi dos mil de sus seguidores se atrevieron a salir a las calles a manifestar su apoyo, algunos portando camisas con la leyenda “We love Chapo”.

Suele decirse que los mexicanos estamos enfermos de narcocultura. Y es cierto que hay decisiones extrañas, sobre todo a nivel oficial, que alimentan esas teorías. Al día de hoy no he podido entender por qué el Ejército mexicano exhibe ciertos objetos que le son decomisados a los narcotraficantes. A pocos metros de la oficina del secretario de la Defensa Nacional, hay un pequeño museo en el que he visto una espada de los Caballeros Templarios de Michoacán, la pijama blindada del capo Osiel Cárdenas Guillén y la pistola que traía Joaquín Guzmán Loera la primera vez que fue detenido en 1993 en Guatemala. Quizá esta narcocultura explica por qué la serie de televisión más vista no es una tan excepcional como House of Cards, sino El Patrón del Mal, inspirada en la vida del colombiano Pablo Escobar.

Sin embargo, me parece difícil equiparar a Guzmán Loera con Escobar. Como lo explica la investigadora Rossana Reguillo, “del Chapo de carne y hueso supimos muy poco en los últimos años. De Pablo se pudo hacer un libro, una telenovela; del Chapo, difícilmente”. Aunque alguien que se “fuga” de una cárcel de Máxima Seguridad y diez años después aparece en la lista de Forbes como uno de los hombres más ricos del mundo, tiene que ser, inevitablemente, un personaje fascinante en más de un sentido.

El respeto que hay en Sinaloa por Guzmán Loera tiene dos niveles: en las clases bajas hay quienes lo consideran una especie de Robin Hood gracias a la filantropía que ha hecho históricamente el Cártel de Sinaloa. Por otra parte, en la clase media hay un sector que lo ve como el guardián de la tranquilidad de su estado. Existe la creencia de que Guzmán Loera evitaba que la violencia brutal que ha vivido México en los años recientes llegara a los suburbios y pueblos sinaloenses. Apenas hace un par de semanas, en pleno apogeo del conflicto de Michoacán, donde grupos de civiles se armaron para defender sus intereses de los narcos locales, un amigo de Culiacán, ingeniero mecánico y dedicado a negocios lícitos me dijo: “En Sinaloa no necesitamos algo como las autodefensas de Michoacán porque para eso tenemos al Chapo Guzmán”. Mauricio Fernández Garza, empresario que gobernó San Pedro Garza García, Nuevo León, la ciudad más rica de México, me dijo: “A los narcos les gusta cuidar el lugar donde viven y mantenerlo en paz. No son tontos. No comen lumbre”. Por eso es que en Sinaloa, donde al igual que en otras regiones existe un evidente vacío de poder gubernamental, todavía aplica aquello del capo como la vieja figura protectora de su feudo.

El Cártel de Sinaloa -esa amalgama de intereses empresariales y políticos- no sólo produce dinero y violencia con el comercio de droga. También ha sido una fuerza productora de mitos y narcocultura. Si no hay un cambio de fondo en la fracasada política contra las drogas que han empleado tanto México como Estados Unidos, pronto emergerá una nueva figura del mundo del narco. Y también se volverá una leyenda como Guzmán Loera. O quizá hasta se convierta en un santo.

 

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(DIEGO ENRIQUE OSORNO / @diegoeosorno)