En su libro El chivo expiatorio René Girard hace un recuento de la figura homónima que a lo largo de los siglos, en diferentes culturas y, sobre todo, mitologías, le ha permitido a una multitud expiar sus males al verterlos todos sobre un individuo que se lleva consigo el cúmulo de las tragedias colectivas. Edipo, por ejemplo, es expulsado de Tebas. El parricidio y el incesto que habrían de definir buena parte de los males de la psique occidental según Freud, trajeron consigo una peste que azotó la ciudad. Edipo incluso se destierra voluntariamente convencido de su culpa. Misma situación con los judíos durante la peste europea del siglo XIV: la población convencida de que éstos habían envenenado los ríos deciden expulsarlos de su territorio. Dice Girard: “Las persecuciones que nos interesan se desarrollaron preferentemente en unos períodos de crisis que provocaron el debilitamiento de las instituciones normales y favorecieron la formación de multitudes, es decir, de agregados populares espontáneos, susceptibles de sustituir por completo unas instituciones debilitadas o de ejercer sobre ellas una presión decisiva”.
El comportamiento de la clase política ante la tragedia de Iguala se entiende de manera cabal a partir de la figura del chivo expiatorio. Dedos flamígeros se erigen en diversas direcciones, finalmente todas confluyen en el alcalde de Iguala y su mujer. Y aunque voces más sensatas que las empachadas de cinismo voces oficiales han trazado análisis más profundos y nos han permitido percatarnos de que la tragedia de Iguala llevaba años cocinándose a fuego lento en un estado atravesado por la pobreza, cooptado por el crimen y erigido en base a la más perfecta impunidad, buena parte de la atención se centra tanto en la aparición inmediata de los normalistas (cada vez más improbable) como en la captura y el castigo de los responsables intelectuales y materiales.
Más allá de la urgencia y la importancia de ambos clamores, semejante colapso social tiene que permitirnos trazar reflexiones más amplias y profundas. Abarca Velázquez y Pineda Villa son un cáncer fatal pero no son el tumor madre. La situación de Iguala es un grave y devastador síntoma de una enfermedad aún más desoladora y terrible. La aparición de los normalistas y de los criminales que los desaparecieron es imprescindible pero al mismo tiempo deberíamos exigir la atención imperativa de las causas que fueron dando cauce a este grado de podredumbre y descomposición social. El paradero de los estudiantes y el encierro de los responsables no se llevará consigo la peste que nos aqueja. Tragedias semejantes ya han sacudido a este país en años recientes sin que haya un cambio sustancial que nos permita advertir un futuro distinto. No podemos permitir que la clase política urda una cortina de humo tratando de erigir chivos expiatorios que se lleven todos los males consigo. Mientras los ingredientes de este caldo vil y asesino sigan estando ahí, seguiremos viendo el reflejo de nuestro presente a través de la escalofriante imagen de fosas clandestinas.
(DIEGO RABASA)