Vi a Manuel Camacho por última vez en marzo de 2014 y conversamos sobre la grave crisis de credibilidad de las instituciones. Antes de despedirme tomó en sus manos el borrador de una iniciativa que presentaría para introducir a la Constitución el derecho a la verdad.
Uno de los escasos políticos con visión de Estado, Camacho creía urgente que las fuerzas políticas alcanzaran un acuerdo para replicar el modelo de otros países y elevar a la Constitución la verdad como una figura con obligaciones jurídicas para el poder público y sanciones para todos los ciudadanos.
Camacho pensaba que el país necesitaba un mínimo de moralidad para sacar adelante las instituciones, y que la verdad como derecho constitucional podría funcionar para evitar que expresidentes, exgobernadores, exalcaldes y otros altos funcionarios declararan lo que se les viniera en gana, sin estar sujetos a una sanción legal.
“El país –escribió Camacho– no resuelve sus grandes crisis porque no hemos sido capaces de esclarecer lo ocurrido como paso necesario para detener la impunidad. Ahí están el 68, el 71, las crisis económicas, las elecciones fraudulentas, los actos de corrupción, los crímenes”.
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Poco antes y después de que Camacho muriera, a esos episodios se sumaron las ejecuciones militares en Tlatlaya, la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, los crímenes cometidos por policías Federales en Apatzingán y la revelación de que el presidente Peña había recibido una casa de 7 millones de dólares de un contratista.
¿Qué tienen en común todos esos recientes pasajes convulsos? Que en ninguno ha sido posible conocer la verdad de lo ocurrido.
Camacho murió sin que el Poder Legislativo discutiera su propuesta, pero otras iniciativas sociales han surgido en la misma ruta. En Oaxaca, tres personajes de la sociedad civil –el padre Solalinde, el periodista Diego Osorno y la defensora de derechos humanos Marina Jiménez– formaron una Comisión de la Verdad y llamaron a declarar a los expresidentes Fox y Calderón y al ex gobernador Ulises Ruiz para que respondan a las responsabilidades que de acuerdo con 300 testigos los involucran en la violación de derechos humanos en el conflicto magisterial de 2006.
En septiembre, esa comisión logró algo que jamás había hecho un gobierno: la primera consignación por una ejecución extrajudicial, por el crimen de Arcadio Hernández, campesino y policía comunitario, a manos de autoridades municipales.
En un país hundido en la impunidad donde los políticos no son llamados a cuentas, la Comisión de la Verdad de Oaxaca debería servir de modelo para resolver episodios obscuros. ¿Por qué no crear, por ejemplo, una instancia similar en Ayotzinapa compuesta por ciudadanos y especialistas y no dependiente del gobierno?
Mientras no tengamos un verdadero Estado de Derecho, no podremos superar las crisis nacionales. Y para lograrlo, es indispensable comenzar por rescatar la verdad secuestrada por la impunidad política en este país.