Desde muy temprano los vecinos hicieron un escándalo irritante. Fueron colocados contra el ventanal de la sala de estar una pila de muebles para proteger a los habitantes del Pabellón Nueve.
No soy amigo de nadie en este hospital; me aseguran que es el síntoma de quien cree que pronto será dado de alta. Pero hoy decidí resolver mi aislamiento. La Bojo no estuvo de guardia este fin de semana y al parecer no le caigo simpático al Doctor H. Después de nuestra última sesión el jefe de siquiatría decidió secuestrar la libreta donde antes tomaba estas notas. Desde entonces soy más cuidadoso con mi diario; lo escondo a penas entra un extraño a mi habitación.
Al parecer no soy el único que se siente perseguido. Mis vecinos están aterrados de que un extraño enemigo profane con sus plantas el suelo del Pabellón Nueve. Dolores, una paciente aristócrata que lleva aquí nueve años, me informó sin asomo de duda que la segunda Revolución mexicana estaba a punto de comenzar.
Ante mi sorpresa me miró con el mismo desprecio que suele dedicarse al pariente más tonto: “las masas están a punto de tomar la ciudad, ¿no está usted enterado?”
Para demostrar su argumento Dolores sacó de la bolsa de su bata un teléfono celular. Me asombró que en este lugar la mujer poseyera uno, pero el anillo de diamante grande que adorna sus dedos largos y las uñas bien cuidadas me ofrecieron la explicación que no alcancé a pedir: aquella mujer es una privilegiada también en este hospital.
Tocó varias veces la pantalla del dispositivo con la yema de los dedos hasta que dio con una grabación; de su bocina surgió la voz de una mujer pidiendo a la ciudadanía que se encerrara en casa.
Las inflexiones y el tono de voz que escupió aquel aparato eran las de una persona de la alta burguesía mexicana; probablemente una pariente de Dolores:
“Cuídense – advirtió – mañana van a venir gentes de Oaxaca, Iguala (sic), y van a tomar Perisur, SAMS, Satélite, Wallmart, en diferentes puntos … gente de la CNTE que es gente peligrosa.
La salida a Cuernavaca está cerrada y al rato van a cerrar Pachuca y Puebla. Hay presencia del Ejército en Plaza Antara. Habrá marchas en el Zócalo, en Reforma y en la casa de Peña Nieto de las Lomas…”
Dolores detuvo la grabación y me trató como lo hacía mi maestra de primero de primaria, quien según recuerdo me miraba sin mirarme. “Por eso hay que protegernos. Antara está a unos cuantos pasos del hospital. No va a tardar mucho antes de que veamos pasar al Ejército frente a nosotros. Mientras tanto, ayude Bienvenido – me instruyó con jactancia autoritaria – que si no nos protegemos lo vamos a lamentar.”
Como el coronel que supervisa a sus tropas recorrí junto a Dolores el gran salón, donde los residentes del Pabellón Nueve en días tranquilos suelen pasar la tarde juntos, entretenidos con la televisión, jugando una partida de canasta o conversando sobre asuntos de poca importancia.
Ante la indiferencia del personal médico, durante las primeras horas de esta mañana el Pabellón fue arrasado por el miedo de los pacientes a convertirse en víctimas de una masa peligrosa y sin control.
No creo que mis vecinos entiendan bien lo que está en juego por estos días en las calles de la ciudad y otras poblaciones. La violencia que ocurre en los márgenes de su civilización hospitalaria, por años los ha tenido sin cuidado. Por eso les horroriza menos la desaparición de estudiantes o el asesinato de jóvenes campesinos que la puerta masacrada del Palacio Nacional o el autobús quemado en la Ciudad Universitaria.
Los ciento treinta mil muertos, los cien mil desaparecidos, las policías corruptas, las autoridades que trabajan para el crimen son solo datos de un periódico al que su condición de enfermos mentales les impide prestar suficiente atención.
Sin embargo, a penas una profeta con acento de Penthouse, anuncia que el centro comercial vecino podría ser tomado por los manifestantes y entonces sí, el mundo se pone de cabeza y los cristales de la existencia frágil se protegen con todos los objetos grandes de la habitación.
Dolores logró organizar a los vecinos para combatir el horror que el mensaje de su pariente trajo hasta nuestro Pabellón. Altiva y espigada, con una mirada verde que fulmina todo lo que toca, ordenó por último que se cubriera un pequeño hueco de vidrio que hasta ese momento permanecía desnudo.
Con satisfacción levantó la voz y dijo: “ahora sí podemos esperar a que el Ejército acuda para defendernos de estos locos manifestantes”.
Yo asentí sin saber porqué lo hacia; los mismo hizo el personal médico que dio testimonio de todo y por omisión apoyó lo sucedido. Acaso las enfermeras y los doctores de turno también fueron atrapados por el miedo a la Revolución que viene.
(Bienvenido Mirón)