La semana pasada, la Suprema Corte de Justicia validó el uso lúdico de la mariguana a cuatro personas, un fallo que representó una bomba mediática precedida por una controvertida y añeja discusión que la sociedad (pasando encima de partidos y gobiernos elusivos) tomó en sus manos hace años.
Lo que sucedió era previsible: casi todos los actores políticos miraron el futuro inmediato y un coro plural pidió legislar el uso de la mariguana. El PAN inauguró un panel de discusión, el PRI realizó una encuesta (y una mayoría dijo sí), y hasta Mancera asumió una oportunista posición liberal.
Casi todos despertaron a la nueva realidad representada por el amparo de la Suprema Corte, que reconoce el derecho al libre desarrollo de las personas como premisa mayor y simboliza abrir una puerta no sólo a despenalizar la mariguana, sino a replantear una fallida política antidrogas. Casi todos, excepto uno vital, imprescindible, esencial: el presidente Enrique Peña y su gobierno.
Cuando los partidos iban un paso más allá y se pronunciaban por adaptar las leyes a esta nueva realidad, Peña aclaraba que el fallo no significaba legalizar la mariguana. Ayer el presidente convocaba a un debate nacional sobre una eventual legalización, aclarando que no lo creía prudente ni lo compartía.
El gobierno parece no aceptar la realidad de que cuatro amparos similares al otorgado por la Suprema Corte crearán jurisprudencia, y que resulta inminente discutir nuevas leyes. Peña aún está rezagado en el sí o no, cuando lo que hay que debatir es cómo hacerlo.
La resolución ha puesto a prueba el liderazgo de Peña. La Corte le sirvió un balón de oro y el Presidente lo dejó pasar: renunció a colocar a su gobierno a la cabeza de la discusión nacional de un tema trascendental.
¿Por qué?
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La respuesta puede tener dos aristas: por falta de visión política y por la sociedad política, comercial y policiaco-militar con Estados Unidos.
Desde que inició su mandato, Peña ha mantenido una relación esquizofrénica con Estados Unidos: del rompimiento de la estructura de cooperación en narcotráfico –contra la voluntad de la Casa Blanca– a la visita a Washington que significó un espaldarazo a su cuestionada gestión, de la fuga del Chapo que enfureció a las instituciones norteamericanas a la penosa aceptación de que la DEA participara en la cacería del narcotraficante más buscado.
El amparo a cuatro mexicanos representa un nuevo flanco de conflicto con Estados Unidos y su postura sobre la legalización de las drogas. Peña puede convertir este asunto en un paso capital hacia la despenalización y un cambio de enfoque –un problema de salud pública y no de fuerza– de las políticas represivas que han costado en México más de 100 mil vidas y 20 mil desaparecidos.
La mariguana supone un dilema para Peña: ver la realidad del mundo y un país que ya se mueve en otra dirección, o atender los designios de Estados Unidos.