Ahora nos da risa pensarlo, pero cuando éramos niños había pocos momentos más trágicos que cuando nuestro mejor amigo juntaba los dedos cordial e índice en forma de tijera, y con una frase que oscilaba entre la maldición y la ronda infantil (“Córtalas, córtalas para siempre”), nos sacaba por toda la eternidad del círculo de sus amistades.
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No sé si se trata de algo generacional, pero mi vida amorosa no ha sido un ejemplo de constancia. Más que a mi pareja o a mis padres, debo mi estabilidad emocional en gran parte a mis amigos, a su atención, a su benevolencia. A lo largo de muchas décadas, hemos compartido experiencias, viajes, momentos dolorosos y alegres, pero sobre todo conversaciones muy francas sobre aquello que nos interesa, nos inquieta o simplemente nos está sucediendo. Por eso me gusta tanto la representación romana de la amistad como una joven hermosa, ataviada con túnica blanca y corona de mirto (la hierba de la lealtad). Sobre su frente, lleva escritas las palabras: “Invierno y verano”, sobre su túnica: “La vida y muerte”, y sobre su corazón: “De cerca y de lejos”. Pues la amistad perdura, como decía La Boetie, en la carencia y en el auge y, cuando es verdadera, trasciende incluso a la muerte. También es cierto que para ella, la cercanía física no tiene tanta importancia. Aimée, mi mejor amiga, a quien conocí hace más de 20 años, pasó apenas unos meses en el mismo país que yo. Nuestro vínculo se ha construido sobre todo gracias a las innumerables horas que charlamos por teléfono, a las vacaciones que pasamos juntas y a la telepatía, porque —con perdón de las mentes racionales— cuando uno quiere a otra persona es capaz de sentir sus estados de ánimo a kilómetros de distancia.
Parte de la maravilla de las amistades largas es que se convierten en un testigo y en un referente de nuestra historia, de nuestros cambios y evoluciones, de nuestros progresos. Sus consejos y sus advertencias llevan un gran conocimiento de causa. Se trata de un vínculo desinteresado, donde no caben — al menos en teoría— las actitudes posesivas, ni los celos. La amistad permite espacios de libertad sin límites. Quizás por eso resiste, en nuestros días, más tiempo que las parejas.
A los adultos, nos resulta extremadamente difícil hacer nuevos amigos. La falta de tiempo y de confianza en el prójimo, lo absortos que estamos con nuestras obligaciones familiares y con nuestro trabajo, nos lo imposibilitan. Sin embargo, los hijos pequeños ofrecen una nueva ocasión para conocer bien a otras familias y establecer con ellas lazos estrechos. Otro momento propicio es el geriátrico (más vale tarde que nunca). En la vejez por fin nos damos el tiempo de convivir con los demás, de disfrutar del presente, de entregarnos a actividades lúdicas con la tranquilidad de los abuelos que juegan al ajedrez o a la petanca en el mediterráneo. Es verdad que para entonces no queda mucho tiempo por delante. También es verdad que la convivencia se ve a menudo afectada por las dolencias físicas. Sin embargo, se dice que en las circunstancias de mayor fragilidad es cuando más nos abrimos a los otros.
Por supuesto que no todo es fácil en una relación amistosa. Cuando nos importa la opinión del otro, cuando basamos parte de nuestra identidad en la imagen que nos devuelve, es muy fácil sentirse lastimado por el menor comentario o desatención. “Toda amistad es un drama inaparente, dice Cioran, una serie de heridas sutiles”. No hay nada más cierto. Pero si la amistad es un drama mientras dura, el fin de ésta puede ser devastador y el duelo aún más duradero que el que sobreviene cuando se separa una pareja.
( Guadalupe Nettel)