Todos los hemos encontrado en la calle. No miran alrededor. No interactúan con el entorno. Ríen para sí mismos y gesticulan ante nadie. Caminan indiferentes, como abducidos por una fuerza invisible. Ocurre que a veces chocan contra señales de tránsito (o contra mesas malubicadas en las banquetas de la Condesa), se fracturan al caer en un bache o son atropellados.
Se les reconoce porque andan por la vida con el cuello inclinado, la barbilla casi rozando el pecho, la mirada fija en el artefacto–plano, cuadrado, liso–que llevan en una de las manos, tiesa como garra. Con la mano que llevan libre lo acarician como si fuera un harpa.
Son millones en el planeta, pero ninguna estadística los ha contado a pesar de que son un peligro social.
¿Cuándo fue la última vez que uno de estos especímenes atropelló a un ciclista? ¿Cuándo fue que otro cayó en una alcantarilla o se salvó de una electrocutada?
Las estadísticas demográficas de una ciudad como ésta deberían sumar en las causas de muerte este fenómeno al que llamo el Efecto Zombi. Éste que –según el Diccionario de la Academia de lo Real–es provocado cuando un humano, cualquiera, se compra un celular, le instala internet, baja la aplicación del Whatsapp y encuentra adentro del aparatejo a tantos amigos esperándolo que en un segundo se transforma en un adicto compulsivo que no puede poner freno a una conversación que pareciera que sólo existe en su mente. Aunque, en vez de voces, escucha una campanita que lo hipnotiza.
Tilín. Se le aparecen letras y caras expresivas JL en los momentos más insospechados de su existencia. Tilín. Interrumpe su beso más apasionado por el impulso de ver quién quiere contactarlo (oh, desgracia, es mamá que reclama porque no llega con las tortillas). Tilín. Suelta el volante en pleno Periférico. Tilín. Se levanta a ciegas de la cama para encontrarse con un pulgar alzado que da fin a una conversación que acabó hace ocho horas. Tilín. El sonido maldito aunque nadie le ha escrito. Tilín. Tilín. Tilín.
¿Será tan difícil abandonar el Planeta Zombi y llevar una vida normal, escuchar el trino de los pájaros radiactivos que hacen nido en los postes de luz, oler el otoñal esmog, contemplar las ratas gigantes que salen por las alcantarillas? ¿Será cierto eso de que a los mil mensajes contestados en tiempo real se adquiere una especie de maestría que blinda de catástrofes?
Mientras exista un estudio para demostrarlo en esta ciudad debieran existir no pocos Grupos de Autoayuda para Zombis Anónimos, donde se ofrezca ayuda para controlar la manera de relacionarse con otros y a ahuyentar las repetidas pesadillas de perderse la boda del mejor amigo que sólo invitará a través del grupo de amigos del ‘wasá’ o cualquier miedo a convertirse en un ser apestado por falta de vida social.
Seguramente muchos desertarán de la terapia al no poder erradicar la idea de que vivir fuera de las redes sociales es vivir en el error.
Tilín. Ese debería ser el epitafio en la tumba de aquellos que en medio trance hipnótico son atropellados por otros zombis al volante.