Dada la muy improbable y bastante absurda circunstancia de que estoy trabajando en una película —en calidad de actor—, me sucede ahora, desde hace algunas semanas, que me encuentro recorriendo zonas poco frecuentadas (por mí) de la ciudad a horas nada amigables para el alma. De inmundas cloacas de aguas negras en las fronteras del Estado de México a barrios residenciales con un PIB per capita equivalente al de Suiza, he pasado madrugadas en los polos económicos, geográficos y demográficos más extremos de la Ciudad de México. De Milpa Alta a la Narvarte y de Santa Fe a las Lomas, he intentado encontrar, en las horas erizadas de varios amaneceres, el común denominador de esta urbe rabiosa, sin encontrar nada parecido. Cada colonia, cada demarcación espiritual del DF tiene su idioma, su conjunto inalienable de ruidos, su propio encanto o su desgracia. Viendo esta disparidad, me cuesta trabajo entender que la ciudad no se haya disgregado o seccionado en varias ciudades que se dan la espalda.
Pero es que los taxis, trazando recorridos febriles sin contemplar fronteras naturales o políticas, funcionan como el conjunto de tendones que unen las diversas partes de la urbe. Los taxistas son la mágica amalgama que en torno a las 4:00 am hilvana los muchos distritos federales mediante conversaciones turbadoras o estaciones de radio que animan a su audiencia a practicar bromas humillantes.
Todos tenemos historias con taxistas protagónicos, y acaso todos defendemos el carácter irrepetible y extravagante de nuestra historia de taxistas por encima de todas las otras que nos cuentan. Mi historia personal de taxis carece de altibajos dramáticos, tentativas de secuestro o travestismo, pero tiene el encanto de las conversaciones espontáneas en las que dos desconocidos se enfrascan de repente, como recuperando una capacidad comunicativa que ambos creían extraviada de modo irreversible.
Era un taxista joven, de unos 27 años, aunque tenía el aspecto y la actitud de los que llevan 27 años manejando. Empezó él con la charla (yo suelo ser parco, salvo que esté borracho) y no sé cómo empezamos a hablar de libros. Tras un par de incursiones en los lugares comunes de la biblioteca latinoamericana (Cortázar y Fuentes se nombraron), el taxista sorprendió con un giro salvaje de la plática, que vino acompañado por uno tan salvaje de su bólido: “Pero dejando de lado esas mamadas, joven, lo que hay que leer es Kierkegaard”. Le expliqué medio apenado que había leído Temor y temblor en la carrera, pero que andaba más bien oxidado de mi filosofía danesa. El taxista suspiró, como hastiado de mi ignorancia, y me explicó —condescendiente— algunos puntos de El concepto de la angustia para luego descartar, con aspavientos que incluyeron saltarse un semáforo, el Diario de un seductor, “obra menor”, dijo, de nuestro filósofo.
Me bajé en la zona de División del Norte, donde promocionan excusados con música estridente.
En estas varias madrugadas recorriendo la ciudad de lado a lado he pensado varias veces en el taxista kierkergaardiano, con la esperanza de topármelo de nuevo y continuar la cátedra.