Quisiera creer que Erwin Lino, el secretario particular del Presidente de la República, dice la verdad: le hackearon su cuenta.
De otra manera, no podría entender cómo a alguien con su cargo se le ocurriría lanzar un tuit racista en contra de Honduras.
¿A poco soy muy inocente?
Lo cierto es que la foto tuiteada, que muestra a un grupo de personas trepadas en “el lomo” de un avión y la leyenda “llegada de la selección de Honduras a Brasil”, es un terrible ejemplo del desprecio que sabemos que un buen número de mexicanos le tiene a los centroamericanos.
No importa para este texto si la tuiteó el funcionario o no. De todos modos hemos tenido muchas otras oportunidades de ver la misma foto, gracias a otras cuentas. Y otras peores, como esos chistes sobre argentinos-meseros o árabes-terroristas.
No sólo ocurre en Twitter, claro está: La porra mexicana ya se hizo escuchar en los estadios con aquel grito característico de “puto”, cada vez que el portero rival despeja el balón.
O sucede con el desdén masculino a los comentarios futboleros de las mujeres. Cómo se atreven, si ese no es su territorio.
O los comentaristas y sus bromas –es un decir- sobre algún jugador y sus características físicas.
¿Y qué tal el desprecio que algunos muestran hacia nosotros mismos, vía la selección? Nos repiten machaconamente que la esperanza es siempre vana, que la ilusión sólo estorba, que estamos condenados a perder. Una forma de vernos que se trasmina a todo, no sólo al futbol. Mi propia hija me sorprendió hace unos días con un “papá, tú sabes que vamos a perder”. (No, hija, no sólo no lo sé, sino que ni siquiera quiero creerlo, porque el Mundial siempre me sirve para volver a soñar, aunque me caiga de la cama)
¿Cuántos nos “resbalamos” con el pretexto del Mundial?
Obvio, a mi me pasa, en mi caso con la selección de Estados Unidos. No sólo me duelen las derrotas, sino también me cuesta separar la historia de este país de su selección, lo que marca mi desprecio a su futbol. Trato de justificarme contando que crecí cantando a Mercedes Sosa y a Alfredo Zitarrosa, leyendo al Ché, viendo imágenes de la guerra de Vietnam y todas esas cosas, que marcaron mi adolescencia. Valiente pretexto.
El futbol, pues, como escaparate para lo peor de nosotros mismos.
Ahí estamos, siempre dispuestos a un comentario racista o a un grito discriminatorio, en este caso con un “buen pretexto”: sólo nos estamos divirtiendo.
Quisiera creer que sabemos que no todo se vale. Que el futbol, por supuesto, no puede ser pretexto para regresar a los (malos) viejos tiempos, donde sólo cabe el disfrute de la clase media, masculina, heterosexual, blanca…
Quisiera soñar que el futbol debe ser lo contrario: pretexto para zanjar diferencias, para parar la guerra, para disfrutar. Y nada más.
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