Lo más extraño de Carlos Velázquez es que no haya sido sicario como lo fue su padre. Vive en Torreón y Torreón, por si no se han enterado, es un lugar donde la violencia va y viene. Carlos es desmadroso, sabe del buen rock, le da por beber hasta el amanecer y en muchas fotos aparece con aires de Mario Almada. Pero Carlos es una buena persona. Pensé lo contrario cuando lo conocí hace un par de años en la FIL de Guadalajara, durante la presentación de la novela Dos caminos, de Paul Medrano. Ese día Carlos me pareció muy mamón, pero luego entendí que yo era el amargado (estaba crudo y traía a un gato chillándome en la cabeza).
El año pasado, en febrero, nos volvimos a ver. Carlos, entonces, me ayudó a reportear un texto que seguro no olvidaré. En la FIL de 2013 no fue reciprocidad presentar su nueva novela —El karma de vivir al norte, editorial Sexto Piso—. Fue porque al compa que iba a serlo se le complicaron los tiempos y Carlos, en la emergencia, me sacó del bullpen. Esto no importaría contárselos si no fuera porque, gracias a esto, pasé dos noches riéndome de la desgracia y agüitándome de la risa que me dio leer algunas de sus crónicas (Vi coger a un sicario, Una peda en la Comarca Lagunera y El Corrido de Heinsenberg).
Carlos le entra a la crónica no sólo para hablarnos de los moretones que la violencia le han dejado a Torreón, sino también para narrar desde la primera persona eso que a la gente no le gusta y que se llama honestidad. Carlos no pretende reinventar el periodismo gonzo. De hecho, le incomoda que se le compare con Hunter S. Thompson, pero Carlos también ha terminado en la cárcel, también se va sin pagar la cuenta y también escribe sin sentimentalismos. Es duro consigo mismo, como padre, como consumidor de drogas y como un tipo que creció en el Cerro de la Cruz, y el Cerro de la Cruz, por si no sabían, es un lugar donde las casas están encimadas unas sobre otras y las balas y las drogas y la muerte y los narcos le dan el código postal.
El karma de vivir al norte no es un libro que chorreé sangre. Hay muertos, sí, y también disparos, porque Torreón no podría entenderse sin ellos, pero también hay cumbia, burritos, fútbol y todos esas costumbres que al lagunero le dan personalidad. Creo que aquí es donde Carlos se desmarca de Thompson y de cualquier cronista latinoamericano con premios: Carlos escribe desde su ecosistema, conoce sus salvajadas, sus heridas y sus triunfos, los ha vivido porque en este país son altas las probabilidades de vivirlas. En las historias de Carlos hay un humor negro involuntario, frases cortas que parecen jabs y la experiencia de escribir desde el miedo, por cuidar a su hija, por vivir en Torreón, o simplemente porque el que no haya tenido miedo en este país que aviente la primera piedra.
(ALEJANDRO ALMAZÁN / @alexxxalmazan)