Es un hombre común como cualquiera. Su lucha inició un buen día en que se cansó de ser testigo silencioso de las injusticias y la descomposición, pero sobretodo de la falta de consideración cívica. Actúa, pues, en defensa del inocente y del débil, del ciudadano de la tercera edad y de los niños que juegan en los parques.
Nadie sabe bien quien es ni de donde viene. De hecho, si alguna alta autoridad lo ha detectado ya, su identidad se ha manejado hasta el momento con la más alta secrecía y su actuar, con la más completa tolerancia. No sabe bien por qué. Quizás por la nobleza de su tarea. O quizás porque es desinteresado. O porque se sacrifica por otros. O quien sabe.
Últimamente, está pensando en construirse un traje especial o hacerse de un compinche que lo grabe y lo pueda subir a youtube en plena acción y hacerse viral. Sí, eso. Necesita también, elegir un nombre que lo identifique, que sea corto y fácil de recordar, pero que proteja su verdadera identidad. Que comunique que es un héroe. Como un héroe urbano. “Podría ser SuperUrbano. O Supercívico”.
Se quita el pantalón de vestir y se pone unos pants. Se calza sus tenis, pues necesita completa agilidad para correr en todo momento. Se pone por encima de la ropa, unas rodilleras. Luego saca del closet unas espinilleras profesionales para hockey. Son dos pares. Se las coloca en piernas y brazos.
Hasta ahora, había utilizado unos lentes grandes de sol para tratar de evitar ser identificado. Pero el día está nublado en el Distrito Federal y eso le resta visibilidad. Necesita poder reaccionar rápido, especialmente por su pasada experiencia en que casi cae presa de un furioso perro dóberman que se le abalanzó. “¿Será demasiado usar un antifaz?” Mejor comprará un tapabocas en el camino: ver a un tipo con un tapabocas médico en la calle forma parte de nuestra cotidianeidad desde las épocas de la influenza porcina.
Después de pasar por la farmacia, se encamina al parque México, en pleno corazón de la colonia Condesa. “Una capa sería demasiado”, piensa para sí. Se detiene detrás de un frondoso árbol, con el teatro al aire libre a sus espaldas. De inmediato, usando su sexto sentido, identifica a un posible infractor. Entonces saca unos gruesos guantes de látex, de cocina o de esos que se usan también para lavar baños.
Estaba en lo correcto. El tipo, de unos cuarenta años, regordete, calzando chanclas de plástico, lleva con correa a un hermoso perro Beagle que defecó en pleno parque, como lo hacen medio millar de perros en la ciudad y que generan media tonelada de deposiciones diarias que al no ser dispuestas correctamente, se secan y nos impregnan los pulmones a todos. Según lo previó, el tipo no recoge las heces y sigue su camino, como si nada hubiera pasado.
Sin chistar, corre hacia la escena a toda velocidad para recoger con los guantes la mierda húmeda y apestosa, y en unos cuantos pasos alcanza al dueño del perro, a quien le arroja sin pensárselo, el excremento fresco. “¡Toma, marrano!”, le grita mientras le embarra la sustancia restante en la calva. “¡Soy CacaMan, haciendo servicio a la comunidad!”, agrega antes de echarse a correr en sentido contrario.
“CacaMan”, repitió para sí entre carcajadas. “CacaMan será”.
Y así, estimado lector, lectora, nació el nuevo superhéroe vigilante de la metrópoli, para combatir a dueños incompetentes de perros zurrones. CacaMan para luchar por la justicia y el civismo, aún donde la ley no llega. CacaMan que está observándolo todo. Ante la corrupción de autoridades y la vista gorda de vecinos y transeúntes, CacaMan patrulla nuestras calles y parques. Tenga usted cuidado. Y dese por advertido…
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(J.S. Zolliker)