Resulta pasmosa la rapidez con que las noticias dejan de ser importantes en esta época. Basta convivir con un periodista durante un par de semanas para comprender que nada tiene una importancia suficiente como para sobrevivir a la llegada del siguiente acontecimiento. Tales son las exigencias de su trabajo y de quienes pagan su salario. Sin embargo, el ritmo frenético con el que nos presentan la información es contagioso y nocivo.
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Así, por más implicados que podamos sentirnos en algún suceso, una explosión nuclear, por decir algo, o un atentado terrorista, nuestro interés y nuestra revuelta dejarán de existir en cuanto otra noticia acapare nuestra atención. ¿Qué clase de soluciones pueden surgir de un interés tan efímero? Los crímenes de Acteal, la misteriosa muerte de la niña Paulette las muertes de Ayotzinapa consiguieron durar de una forma inusual tanto en nuestro imaginario como en nuestras conversaciones, pero no lo suficiente como para que solucionáramos sus causas. De una manera semejante, el terrorismo islámico existe en las conciencias de manera intermitente cada vez que golpea, no como un fenómeno por resolver. ¿Se han dado cuenta de que la gente habla menos de los ataques en París o de Charlie Hebdo que la semana anterior? Su atención ha sido acaparada por sucesos más recientes, aun si estos carecen de la importancia de aquellos. Nuestra sociedad otorga más valor a la actualidad que a la dimensión de los acontecimientos. Lo único que cuenta es la frescura de la noticia, no sus implicaciones. La información en nuestros días es un melting pot en el que Amy Winehouse convive con Putine e ISIS con Shakira o Britney Spears. Todo tiene la misma importancia, o en el fondo nada la tiene. Lo único que queremos son más y más temas en los cuales pensar y por los cuales entusiasmarnos durante dos segundos, pero nada consigue involucrarnos de verdad, al menos no lo suficiente como para intentar solucionarlo.
Así, las peores tragedias tienen una vigencia similar a las películas en la cartelera del cine, porque en el fondo lo único que exigimos de ellas es que nos entretengan; tan irreal es nuestra representación del mundo. La sobreinformación a la que estamos expuestos es la causa de un nuevo oscurantismo: vivimos hipnotizados, no por nuestras ideas religiosas y el miedo a los inquisidores, como ocurría en otros siglos, sino por un exceso de noticias, casi siempre chatarras, y sobre todo por nuestra voraz necesidad de consumo, una necesidad que no conduce a ningún lado, excepto a la peor de las esclavitudes, aquella donde la enajenación es tal que el cautivo ni siquiera sospecha su condición.