Hace años viajaba más a menudo por carretera, muchas veces acompañado de mi hijo. Él era pequeño y es un suertudo: nació en el Distrito Federal. Cada vez que tomábamos una de las últimas curvas de regreso de Cuernavaca yo siempre –espero no haberlo hartado— le anunciaba con impostada solemnidad: “Ahí se ve ya la Gran-Ciudad-de-México”. Es una imagen inmensa que nunca me ha cansado. Desde el avión, esos minutos del descenso rumbo al aeropuerto Benito Juárez son un deleite: tan grande, tan fea, tan entrañable.
No le voy a hacer al cronista de esta metrópoli. Lean a Guillermo Osorno o a Héctor de Mauleón, que sí tienen esas credenciales, si buscan más referencias del ayer y del hoy de esta capital. Pero siguiendo ayer por la tarde las extensas coberturas en TV, radio, portales y redes sociales sobre la enésima marcha y su ritual de desmanes a cargo de vándalos tan previsibles que ya deberían repartir calendarios, me pareció que era pertinente no dar por sentado que además de los retos y los problemas del día a día, tenemos mucho más en la Gran-Ciudad-de-México.
Porque desde hace meses sólo hablamos de los problemas de movilidad en la capital por las marchas, de la errática administración de Mancera, de las obras viales inconclusas, y chafas, que nos heredó Ebrard, de las discusiones enanas en la Asamblea Legislativa, de los encapsulamientos de inocentes a manos de la policía, de la impunidad de los vándalos en las marchas, de lo insólito e insoportable del caso Heaven, de la patosa respuesta de la policía ante la corrupción criminal en sus entrañas, de los aberrantes ataques contra los policías. Sí, todo eso es la ciudad de México. Pero es mucho más.
Para mí, el DF es el museo Dolores Olmedo con sus grandiosas y poco conocidas pinturas de Diego Rivera. Es la desnivelada e inabarcable Catedral Metropolitana. Es el fascinante hormiguero del Metro Pantitlán y la insoportable soberbia de los fríos edificios de Santa Fe. La algarabía afuera de San Hipólito los días 28 y la quietud que se puede encontrar en un canal de Cuemanco.
Hay rincones del Bosque de Chapultepec –en sus tres secciones- que no le piden nada al Golden Gate Park o al grandioso Central Park. Uno se puede pasar horas viendo a los chavos en las patinetas en la Ciudad Deportiva o sentir que le cambia la vida en un concierto ya sea en el Foro Sol o en el Auditorio Nacional.
Hoy debe haber más restaurantes argentinos aquí que Buenos Aires –exagero, ya lo sé, y unos son francamente malos, pero también algunos muy decentes-; nos falta un buen lugar tailandés pero sobran opciones culinarias de comida china o japonesa. Nadie se resiste a una buena barbacoa, y sin regatearles mérito a la fama internacional del Pujol y del Biko, estos no se entienden sin una decena de estupendos restaurantes mexicanos en los cuatro puntos cardinales que nos deleitan desde hace décadas.
La vista de esa multitud de oficinistas que montados en la Ecobici abarrotan diario la zona del Paseo de la Reforma es tan pintoresca como la calle Francisco Sosa en Coyoacán o Paseo del Río en Chimalistac.
La capital es la vista de los volcanes cuando la lluvia o el viento nos permiten apreciarlos y la imagen del Zócalo al amanecer. Los murales de Orozco en San Ildefonso, uno de Tamayo en Bellas Artes y la vista de la ciudad desde la Torre Mayor.
El Distrito Federal es sus mercados (lo único que no está de la fruta en este país es precisamente la fruta, tuiteó alguna vez Yuriria Sierra) y esa fascinante microindustria que surge de un anafre en cada esquina con las –yo paso— inefables “guajolotas”.
Vivir aquí es quitarse el sombrero ante los cientos de miles de chilangos que a pesar de los micros y contra todos los pronósticos del caos tratan de llegar a tiempo a su chamba. Es encontrarnos en los tacos en la madrugada para seguir la fiesta. Es tener que caer de vez en cuando en la sucia Garibaldi o haber desafinado en al menos una ocasión en los karaokes de lujo de Polanco. Es comer la botana de las cantinas del centro o las tortas de bacalao en el centro de Tlalpan o los esquites en Coyoacán o en la avenida Moliere….
En fin, cada quien tiene su ciudad de México. Es cierto que hay una de protestas y de marchas y de bloqueos y de policías asesinos y de gobernantes esquivos. Pero hay otras, muchas, de las que convendría hablar más y más a menudo.
(SALVADOR CAMARENA)