Existe un mito que dice que la sociedad civil organizada nació un 19 de septiembre de 1985 cuando la Ciudad de México fue destrozada por un sismo. Es algo que enseñan en la carrera de Ciencia Política y se sostiene por el papel que tuvo el ciudadano común en rescatar y reconstruir la ciudad ante la falta de respuesta del gobierno. Algunos incluso hablan de esa fecha como el inicio del fin de la hegemonía priísta.
En días recientes hemos visto pruebas de que el espíritu de los “Topos” -esas personas que sin ningún entrenamiento rescataron a completos extraños, creando una tradición que hoy da la vuelta al mundo cada vez que ocurre una desgracia– está tan presente como ausente en nuestra manera de pensar y entender la ciudadanía. Seguramente muchos de nosotros ya fuimos a un centro de acopio a dejar una bolsa de frijoles y latas de atún. En este momento la comida es escasa en las zonas afectadas y es lo mínimo que podemos hacer.
Pero también, si fuimos de los desafortunados en quedar varados en el Puerto de Acapulco, creímos aunque fuera por poco tiempo que merecíamos ser el primero en la fila del supermercado y subir en el primer avión del ejército. Es decir, la desgracia saca lo peor y lo mejor de los mexicanos: hoteles ofreciendo albergue gratis y “mirreyes” exigiendo trato VIP. Todos conviven y forman parte de lo que somos como país y como ciudad.
Esto viene en conjunto es el pacto con el que decidimos vivir: un México donde las “influencias”, el “soy hijo de”, “amigo de” y demás figuras parecen ser las reglas con las que medimos aquello que es justo tener. El problema con esto es que inevitablemente la influencias caen en la injusticia. ¿Quién debe quedarse con la despensa? ¿Quién tiene más hambre o quién conoce a más personas? La respuesta es fácil. Sin embargo, ¿Qué hay en nosotros que siempre nos hace querer ser el primero en la fila? Vale la pena reflexionarlo.
(MARCELA ALCÁNTARA GUERRA / @marcealguerra)