La semana pasada, dos fotografías de celebridades nacionales causaron revuelo. La primera muestra a Cristian Castro como la Vero lo trajo al mundo salvo por una tanga milimétrica, sacando glúteo junto a una valiente masajista cuyo exótico nombre entró de inmediato al vox pópuli de nuestras redes sociales. Las segundas fotografías resultaron aún más alarmantes que las del retoño del Loco Valdés. En ellas aparece Dan junto a cadáveres de elefantes y cabrás monteses, con el rostro manchado de sangre: la conductora del teletón convertida en última mohicana. Las imágenes suscitaron comentarios indignados, no tanto porque fueran disonantes con la idea que durante años hemos tenido de “Lucerito” sino porque la caza recreativa les resulta repugnante a muchísimas personas.
El tema es auténticamente complejo. No se trata, digamos, de un debate tan obvio como la macabra tauromaquia, cuyo mayor argumento para defender la tortura animal sugiere que los toros fueron criados ex profeso para morir frente a miles de espectadores, entre aplausos y oles. La caza regulada es un tema de vericuetos burocráticos, gastos astronómicos y especies en extinción. Merece un análisis objetivo.
Los defensores de esta práctica argumentan que una tajada del precio pagado por el trofeo, precio que rebasa los miles de dólares, va directo a los necesitados bolsillos de quienes se encargan de cuidar esas especies. La compañía Bullet Safaris, con sede en Botswana, Mozambique, Sudáfrica y Zimbabwe, cobra 28,500 dólares por cazar un solo elefante. El costo se divide en 4,900 dólares para el gobierno de Tanzania y el resto en gastos para el guía. Si la caza resulta exitosa, el visitante debe pagar 9,000 dólares extras al gobierno para llevarse el trofeo. Estos números solo son alentadores si los casi 15,000 dólares que recauda la burocracia de Tanzania en efecto se utilizan para la conservación. Si bien reportajes aseguran que esto sí ocurre, otros muestran estadísticas y argumentos convincentes para demostrar que, como en todo país del tercer mundo, es ingenuo confiar en el empleo pulcro de recursos. Sin embargo, es un hecho que la caza recreativa regulada existe, tanto en España (donde Lucero pudo haber cazado a la cabra) como en Estados Unidos y África. Y aunque nos resulte repulsivo, no es lo mismo matar a un animal y pagar por él que acabar con poblaciones enteras, sin derramar un céntimo, para conseguir toneladas de marfil ilegal, como ocurre con los elefantes africanos.
Por otra parte, es innegable que la caza recreativa empobrece el acervo génico de los animales. Los cazadores buscan a los machos imponentes y saludables porque los trofeos que rinden son más deseables y, de esa forma, eliminan la posibilidad de que los mejores ejemplares hereden su envidiable genética a nuevas crías.
Próxima semana averiguaré los costos, aranceles y restricciones para la importación de marfil a la República Mexicana.
(DANIEL KRAUZE / @dkrauze156)