El rap de lo viral

Como sucede con tantas cosas magníficas, hemos terminado por acostumbrarnos a esa narrativa discontinua y completamente chalada que es lo viral, y que a poco que se considere exige un aprecio más detenido.

El ritmo de lo viral, ya se sabe, es casi instantáneo: un video, un meme, una declaración o una noticia ridícula acaparan súbitamente la atención de millones de personas, quienes con la misma facilidad se olvidan del asunto en cuanto llega el siguiente contenido.

Arrebato generalizado, lo viral en las redes recuerda un poco a la epidemia de baile de 1518, que sin explicación alguna puso a danzar a varios cientos de habitantes de Estrasburgo para luego devolver a todos a la inmovilidad (por medio de la muerte a unos y de la curación repentina a otros), en lo que puede considerarse como el primer flashmob de la historia.

Fiebre inexplicable, lo viral es tan aleatorio que sería imposible predecir su próxima actualización, o anticipar siquiera si incluirá a un cervatillo en un centro comercial, a un bebé que imita a un candidato a la presidencia o a un homicida que teje bufandas. Lo viral es tan fortuito que a su lado las novelas de Raymond Roussel parecen tramadas por relaciones de causa y efecto con una conciencia casi criminalística.

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Ese discurso espasmódico de lo viral, debo reconocer, me absorbe por completo, me fascina a niveles poco saludables. En contra de mi voluntad, de mis ánimos productivos y de mi sed de conocimiento, puedo pasar horas enteras abriendo ‘pestañas’ del navegador que muestran a una cobra bailando reguetón en Nepal, a una niña de Maravatío que jura ser extraterrestre o a un prodigio del ping-pong provocando una avalancha en Aspen. En lo viral, la hiperlocalidad se globaliza vía el absurdo, uniendo en un mismo suspiro de ternura a poblaciones que se creen, excluyentemente, el pueblo elegido.

La masificación de esta retorcida línea argumental, de este zapping lisérgico, hace pensar en el triunfo de una versión macabra de las vanguardias históricas: la venganza de Dadá-punto-gif.

Por supuesto, también lo viral conoce una taxonomía. Las categorías “Gatos” y “Cosas que pasan en Japón” son algunas de las corrientes mainstream de lo vírico, de forma que es raro que pasen dos semanas sin que un video de una minina accionando un microondas o una noticia sobre la moda japonesa de lamer puertas irrumpa en ese cuento demencial y polifónico que son las redes sociales.

Pero detrás de lo viral, tengo entendido, no está sólo el azar ni el entusiasmo contagioso por lo bobo, hay inteligencias anónimas que, trillada metáfora, controlan la matrix desde dentro, apadrinando el gif de una foca en bicicleta y dejando morir en el olvido un meme sobre un luchador de sumo. Estos oscuros curadores van trazando el argumento de mi procrastinación —e intuyo que algo me saben porque sí, la foca en bicicleta me parece un gran acierto—. A esos magos posmodernos de la gratuidad les dedico humildemente esta columna y una callada ovación de emoticonos.