El señor Mourchois, anciano filatelista de la colonia Cuauhtémoc, oyó atento que le pedíamos estampillas postales en forma de triángulo. Por arriba de sus angostísimas gafas nos miró gravemente –como si estudiara nuestra insólita sapiencia- y se encaminó al interior de su tienda para buscar la rareza que le solicitamos. De pronto, se detuvo y giró. “No, niños, triangulares no tengo”, dijo frunciendo el seño, arrepentido, como si dos chamacos no merecieran poseer semejantes joyas.
Derrotados, con mi amigo El Oso abandonamos ese salón tapizado de estampillas, especie de caleidoscopio de papelitos de todos los rincones del mundo. No había modo: pese a nuestro esfuerzo no lográbamos coronar nuestras colecciones con uno de esos extrañísimos ejemplares. En el Ruta 100 de Insurgentes volvimos a Copilco.
Pasaron meses. Hasta que un día, Erasmo, cuate de la unidad habitacional, nos invitó a su departamento al Oso y a mí. Los tres, filatelistas.
Erasmo abrió su álbum, lo hojeó, y entonces vi aquella imagen impresa en la estampilla: un corpulento navegante retaba al océano embrutecido. Sus manos cual tenazas estaban por encajar el remo en el oleaje que amenazaba derrumbarse sobre su morena cabeza y la de su compañero, que jalaba agua de rodillas implorando a un Dios alcanzar tierra. Por un momento pensé que la tintineante agua azul saldría del papel y me salpicaría.
El diminuto papel opacado por el tiempo destellaba palabras inciertas, como si su creador me las hubiera sembrado a mí, un pequeño de 11 años, para que hallara leves pistas de un mundo recóndito. Abajo decía “Pirogue” (piragua): es decir, los nativos viajaban en un bote ligero de maniobras ágiles. Arriba estaba escrita la frase “Republique du Dahomey”: un país africano frente a la Costa de los Esclavos (¿el mar que estaba dibujado?) desaparecido en 1975.
Pero nada de eso me impactó tanto como un hecho extraordinario: el sello era triangular. En un universo de sellos postales dogmáticamente cuadrados, tercamente cuadrados, intolerantemente cuadrados, era triangular. Al fin. Oro puro.
Alcé la cabeza, miré al Oso y él asintió en silencio. Éramos leones relamiéndonos ante un búfalo jugoso. Al rato, Erasmo se levantó para ir al baño.
El Oso no dudó: mientras oíamos el chorro amarillo irrumpir en el estanque del retrete, tomó el sello y lo despegó con sutileza para meterlo a su billetera amorosamente. Abrí la boca, lo juro, para decir “¡no!”, pero mi amigo me contuvo con el índice sobre sus labios. Oí un “shhh” imperativo, aunque discreto como respiración de recién nacido.
El dueño del sello volvió; El Oso y yo nos fuimos. Afuera, pactamos: cada uno guardaría tres meses la estampilla, se la devolvería al otro y así sucesivamente. Un bien que podríamos mancomunar por nuestra honestidad a prueba de fuego.
Hace poco, un ex delincuente me confió el precepto por el cual robaba: “Quien tenía algo que yo no, me quería humillar”. Ignoro si algo parecido nos impulsó.
En la plaza de Copilco 300 nos seguimos cruzando con Erasmo. Jamás dijo nada: quizá temía a los dos cuatreros, no advirtió el atraco o ignoraba su relevancia.
Pasaron los años, me distancié del Oso, me quedé con la estampilla y en alguna mudanza mi Álbum de Iniciación a la Filatelia Mundial Promexa se extravió. Nunca supe el destino de los navegantes de Dahomey.
Hace no mucho, en una fiesta en Coyoacán me presentaron a varias personas: entre ellas estaba… Erasmo. Tres décadas después. “Nos conocemos”, aclaró, y al instante, ya solos, me preguntó sonriente: “¿Cómo está mi estampilla triangular?” Murmurando, apenado, respondí: “Ojalá lo supiera”.
En una caminata por Paseo de la Reforma, semanas atrás llegué al sitio que, recuerdo, ocupaba la hermosa filatelia de la colonia Cuauhtémoc. Nada sobrevivió. “Centro Cambiario Índice”, decía la fachada, y yo me digo a mí, con esta culpa insoportable, qué diferente hubiera sido todo si el señor Mourchois, respetuoso de nuestra prematura sabiduría, nos hubiera dicho: “Niños, aquí tienen estampillas triangulares”.
No nací niño malo. Me hicieron.
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(ANÍBAL SANTIAGO / @apsantiago)