Toda la vida en las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación.
Guy Debord,
La sociedad del espectáculo
No es sólo un fenómeno local. La democracia se ha transformado, en buena parte del mundo, en un espectáculo en el que la representatividad o los proyectos ideológicos, sociales o políticos son nociones tan ingenuas y arcaicas como los amores que duran toda la vida. En los Estados Unidos, por ejemplo, sólo en las precampañas para elegir a los candidatos presidenciales, los y las aspirantes de ambos partidos han gastado cientos de millones de dólares en un ejercicio que profundiza la dependencia de los políticos en los plutócratas que los financian. Los comerciales de televisión de Hillary Clinton y Donald Trump parecen tráilers de Rápido y Furioso. Atrás ha quedado la cercanía que, hasta hace poco, Trump tenía con la familia Clinton. La actualidad los ubica en esquinas contrarias y el presente les exige arrasar primero con la memoria de los posibles votantes y luego con la imagen del otro.
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Desde los tiempos en los que el Tigre Azcárraga se autodenominaba un soldado del PRI, la televisión ha sido una de las puntas de lanza de la propaganda gubernamental.
El desbordado triunfalismo exhibido por el gobierno tras la captura del Chapo refrenda tanto la insensibilidad del gobierno ante el horror cotidiano que se vive en la mayoría del país como la vocación por atajar el descontento ciudadano a través de la manipulación mediática más burda. Los discursos de Osorio Chong -quien aseguró estar “trabajando con determinación y firmeza, muy cerca de la ciudadanía”- y Arely Gómez –quien parece haber olvidado que de no ser por la incompetencia y la corrupción gubernamentales esta captura no habría sido necesaria- nos muestran la nula consideración que los funcionarios tienen por cualquier asunto que no sea la promoción más superflua de la gestón actual.
No importan Tlatlaya, Tanhuato o Ayotzinapa; no importa el dominio de terror que los cárteles ejercen en Morelos, Guerrero, Tamaulipas, Coahuila, Estado de México, Sinaloa o Veracruz (entre muchos otros); no importan los gobiernos de Javier Duarte, Gabino Cué, Manuel Velasco, Rodrigo Medina o Guillermo Padrés (entre muchos otros); no importa que el secretario del Medio Ambiente (del PVEM) esté a punto de destrozar una reserva natural protegida en Punta Nizuc; no importan el estancamiento económico, la devaluación del peso o la opacidad con la que se manejan los recursos legislativos; ni tampoco importan los escándalos de corrupción de la Casa Blanca, la casa de Malinalco o aquellas asociadas a la empresa OHL: el Chapo está tras las rejas: misión cumplida.
Durante una conferencia dedicada a Ibargüengoitia, Juan Villoro evocó a un personaje del genial narrador mexicano que decía: “La vida quiso que yo fuera desgraciada pero no me dio la gana”. A contrapelo con el personaje ibargüengoitiano el gobierno parece empeñado en decretar el buen rumbo del país, sólo que a la terca realidad no le da la gana acompañar dicha proclama.